Hacia las cuatro de la mañana, Charles, bien envuelto en su
abrigo, se puso en camino hacia Les Bertaux. Adormecido todavía por la tibieza del
sueño, se dejaba acunar por el trote pacífico de su caballería. Cuando ésta tenía
a bien pararse en una de esas zanjas rodeadas de espinos que se abren a la
orilla de los surcos, Charles se despertaba sobresaltado, se acordaba
inmediatamente de la pierna rota y procuraba traer a la memoria todo lo que
había aprendido en materia de fracturas. Había dejado de llover, empezaba a
despuntar el día y sobre las ramas peladas de los manzanos los pájaros se
quedaban inmóviles, con las plumas de punta contra el viento frío de la mañana.
La planicie del campo se extendía hasta perderse de vista, y los macizos de
árboles que rodeaban las granjas ponían manchas espaciadas de color violeta
oscuro sobre aquella gran superficie gris que iba a fundirse allá en el horizonte
con el tono lúgubre del cielo. Charles de vez en cuando abría los ojos; pero en
seguida la mente se le cansaba, le volvía a vencer el sueño y caía en una
especie de sopor dentro del cual se le confundían las sensaciones recientes con
recuerdos más antiguos; y así se veía a sí mismo desdoblado, sintiéndose al
mismo tiempo estudiante y marido, durmiendo en su cama, como hacía unos momentos,
y cruzando, como antaño, la sala de operaciones del hospital. El olor tibio de
las cataplasmas se mezclaba dentro de su cabeza con el aroma del rocío; oía
correrse las anillas de hierro de las camas sobre su varilla correspondiente y
la respiración de su mujer que dormía.
Pág. 18. Madame Bovary. Gustave Flaubert (1856). EL MUNDO,
Biblioteca Millenium.