Fotograma de la película Los juncos salvajes (1994), de André Techiné
El caso era que Hans Castorp se había fijado en el tal Pribislav desde hacía tiempo; le había elegido entre la multitud de conocidos y desconocidos del patio de colegio, se interesaba por él, le seguía con la mirada… ¿podría decirse que le admiraba? Sea como fuese, le observaba con especial atención y, ya de camino al colegio, se ilusionaba con la idea de verle con sus compañeros de clase, verle hablar, verle reír y distinguir de lejos su voz, que siempre tenía agradablemente tomada, como velada y un poco ronca. Cierto es que no había razón suficiente para tal interés, como no fueran aquel nombre pagano, aquella cualidad de alumno modélico (lo cual, desde luego, no significaba nada), o finalmente aquellos ojos de tártaro -unos ojos que, cuando miraba de reojo, de una manera muy especial, que no tenía por objeto ver nada, se tornaban misteriosos bajo una sombra tan oscura como seductora-. Pero tampoco era menos cierto que Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles.
De amistad no podía hablarse, puesto que ni siquiera ‘conocía’ a Hippe. Pero, en primer lugar, nada obligaba a dar un nombre a aquellos sentimientos cuando ni siquiera se planteaba que pudieran verbalizarse. En segundo lugar, un nombre implica -si no una relación crítica hacia el objetivo designado- una definición, es decir, una clasificación dentro del orden de lo conocido y habitual, mientras que Hans Castorp estaba inconscientemente convencido de que algo tan íntimo como aquello debía guardarse de una vez por todas de las definiciones y clasificaciones. […] Desgraciadamente, las palabras que designan un rasgo de carácter siempre encierran un juicio moral, bien sea en forma de elogio o de crítica, si bien todo juicio, en el fondo, tiene ambas caras. […]
Así pues, se había acostumbrado de todo corazón a aquella relación, muda y desde la distancia, con Pribislav Hippe, y la veía básicamente como uno de los pilares inamovibles de su vida. Amaba la excitación que le causaba, la tensión de si se encontrarían ese día, si el otro pasaría cerca de él, si tal vez le miraría… amaba las calladas y tiernas satisfacciones que le producía su secreto, e incluso las decepciones obligadas, la más grande las cuales era que Prebislav ‘faltase’, pues entonces el patio parecía desierto y el día quedaba privado de todo su sabor, aunque persistiera la esperanza.
[…] Aquella situación arriesgada, aquella aventura en la que Hans Castorp se vio enfrentado, aquella conversación, una verdadera conversación con Pribislav Hippe, se produjo del siguiente modo:
Era la hora de la clase de dibujo y Hans Castorp se dio cuenta de que había olvidado el lápiz. Cada uno de sus compañeros iba a necesitar el suyo, pero él conocía a algunos muchachos de otras clases a quienes pedir prestado uno. Sin embargo, pensó que a quien más conocía de todos era a Pribislav Hippe, con quien tanto tiempo de relación silenciosa llevaba ya; y, en un arranque de determinación, decidió aprovechar la ocasión -y lo llamó ‘ocasión’- y pedirle el lápiz. Ni se le ocurrió que fuese a ser una situación un tanto peculiar, que en realidad no conocía a Hippe; o no le preocupó, cegado de repente por una extraña falta de reparos, Y así fue que, entre el habitual jaleo del patio, se encontró realmente ante Pribislav Hippe y le dijo:
- Perdona, ¿puedes prestarme el lápiz?
Y Pribislav lo miró con sus ojos de tártaro por encima de los pómulos salientes y con su voz agradablemente ronca, sin extrañarse, o al menos dar muestra de ello, le respondió:
- Con mucho gusto -dijo-. Pero me lo tienes que devolver sin falta después de la clase.
Y sacó el lápiz del bolsillo; un portaminas plateado con una anilla que había de correrse hacia arriba para que la punta roja saliese del fino cilindro de metal. Le explicó el sencillo mecanismo mientras las cabezas de ambos se inclinaban sobre él:
- ¡Pero no lo rompas!
¿Qué insinuaba? Como si Hans Castorp hubiese tenido la intención de no devolver el lapicero o de no tener cuidado con él.
Luego, se miraron sonriendo y, como no había nada más que decir, se volvieron, se dieron la espalda y se esperaron.
Eso fue todo. Pero Hans Castorp no se había sentido nunca tan contento como durante aquella clase de dibujo en que usó el lápiz de Pribislav Hippe… y, además, con la perspectiva de tener que devolverlo a su dueño, un placer que, a fin de cuentas, no era sino la consecuencia lógica y natural de lo anterior. Se tomó la libertad de sacar punta al lápiz y conservó tres o cuatro de las virutas rojas en un cajón de su pupitre durante casi un año; nadie habría sospechado la importancia que tendrían. Por otra parte, la devolución del lápiz se llevó a cabo de la forma más sencilla, enteramente de acuerdo a las intenciones de Hans Castorp, es más: para cierto orgullo de éste, en su estado de enajenación y euforia por el trato íntimo con Hippe.
¡Toma -dijo, muchas gracias!
Pribislav no dijo nada, se limitó a revisar fugazmente el mecanismo y a guardar el lápiz en el bolsillo…
No volvieron a hablar nunca más, pero al menos aquella vez, gracias al arrojo de Hans Castorp, había sucedido…
Aquello duró un año, hasta llegar al punto culminante que acabamos de relatar; luego duró otro año más gracias a la fidelidad conservadora de Hans Castorp, y luego se terminó. Y, además, se terminó sin que él se diese cuenta de que los lazos que lo ligaban a Pribislav Hippe se aflojaban y se deshacían del todo, como tampoco se había dado cuenta de su formación.
Por otra parte, Pribislav abandonó la escuela y la ciudad debido a un traslado de su padre, aunque Hans Castorp apenas se enteró; ya le había olvidado entonces. Se puede decir que la figura del ‘Tártaro’ había aparecido en su vida como surgida de la niebla, volviéndose cada vez más límpida y tangible, hasta llegar a aquel instante de máxima proximidad y corporeidad: aquel día en el patio; luego había permanecido algún tiempo así, en primer plano, y se había ido desvaneciendo poco a poco sin la tristeza de las despedidas, para sumirse de nuevo en la niebla.
Thomas Mann. La montaña mágica