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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

Bajo el sol endémico de Sicilia

Paisaje desde las ruinas de Segesta. Sicilia, 2017. Rafael Bermúdez

La lluvia había llegado, la lluvia había vuelto a marcharse; y el sol se alzaba otra vez sobre su trono como un rey absoluto que las barricadas de sus súbditos han alejado durante una semana y luego regresa para seguir reinando, lleno de ira pero moderado por las normas constitucionales. El calor estimulaba sin quemar, la luz era violenta pero no mataba los colores, en la tierra brotaban tréboles y cautelosas mentas; en los rostros, inciertas esperanzas.

(…) Al príncipe, las jornadas de caza le deparaban un placer que no dependía tanto de la abundancia del botín como de una multitud de pequeños episodios. Nacía mientras se afeitaba en el cuarto aún en sombras y la luz de la vela confería un aire teatral a sus movimientos al proyectarlos sobre las arquitecturas pintadas en el techo: crecía mientras atravesaba los dormidos salones y, alumbrado por la llama vacilante, iba esquivando las mesas, donde, entre naipes en desorden, fichas y copas vacías, asomaba el caballo de espadas augurándole viriles hazañas; mientras recorría el jardín inmóvil bajo la luz gris y los primeros pájaros de la madrugada agitaban las plumas para sacudirse el rocío; mientras escapaba, en definitiva; luego salía al camino, inmaculado en la claridad del alba, e iba a reunirse con don Ciccio, quien, sonriendo entre los amarillentos bigotes, soltaba afectuosas maldiciones contra los perros, cada vez más excitados y con los músculos temblorosos bajo la piel suavísima; húmeda y transparente como un grano de uva sin hollejo; Venus brillaba y parecía estar oyendo el estrépito del carro solar que ya subía la cuesta al otro lado del horizonte; pronto alcanzaban los primeros rebaños, lentas mareas que pastores calzados con pieles iban guiando a pedradas, mientras la aurora ponía un halo de rosada suavidad en los vellones; después les tocaba dirimir oscuras disputas de precedencia entre los perros de los pastores y los quisquillosos sabuesos; una vez concluido ese intermedio ensordecedor, subían por una pendiente y de pronto desembocaban en el silencio primigenio de la Sicilia pastoril. Todo se volvía lejano, en el espacio y en el tiempo. […]


El término «campo» evoca la tierra transformada por el trabajo: aquellos matorrales, en cambio, agarrados a las faldas de las colinas, se encontraban en el mismo estado de aromática confusión en que los habían hallado los fenicios, los dorios y los jonios cuando desembarcaron en Sicilia, esa América de la antigüedad. Don Fabrizio y Tumeo subían, bajaban, resbalaban, eran arañados por las espinas, como cualquier Arquídamo o Filóstrato se había cansado y arañado veinticinco siglos antes; veían las mismas plantas, un sudor igualmente pegajoso empapaba sus ropas, el mismo viento marino indiferente agitaba sin cesar los mirtos y las retamas y esparcía la fragancia del tomillo. La inmovilidad meditativa en que de pronto se sumían los perros, la patética tensión con que aguardaban la presa, eran las mismas de las épocas en que no se salía a cazar sin antes haber invocado a Artemisa. Reducida a estos elementos esenciales, con el rostro limpio de la costra de preocupaciones, la vida se mostraba bajo un aspecto tolerable.

Aquella mañana, poco antes de llegar a la cima de la colina, Arguto y Teresina iniciaron la danza ritual de los perros que han olfateado la caza: se arrastraban, se ponían tensos, levantaban las patas con cautela, ahogaban los ladridos: minutos después un culito cubierto de pelos grises se deslizó entre la hierba, dos disparos simultáneos pusieron fin a la silenciosa espera; Arguto depositó a los pies del príncipe un animalillo agonizante. Era un conejo salvaje: la modesta casaca color de greda había conseguido salvarlo. Horribles heridas le habían desgarrado el hocico y el pecho. Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros que, invadidos rápidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresión de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban frías, las patitas se contraían enérgica y rítmicamente, símbolo póstumo de una inútil fuga; el animal moría torturado por una angustiosa esperanza de salvación, imaginando, como tantos hombres, que aún podría superar el trance, cuando ya taba condenado; mientras los piadosos dedos acariciaban el pobre hociquillo, un último estremecimiento sacudió el cuerpo del animal; conejo murió pero don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero incluso había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer. 
Paisaje siciliano desde las ruinas de Segesta en agosto de 2017. Rafael Bermúdez

Cuando los cazadores llegaron a la cima, a través de los tamariscos y los escasos alcornoques surgió la verdadera imagen de Sicilia, comparados con la cual las ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación; un mar como petrificado el instante en que un salto de viento hubiera enloquecido las olas. Donnafugara, agazapada, se escondía en un repliegue cualquiera del terreno, y no se veía ni un alma: desnudas hileras de vides eran la única señal del paso del hombre. Más allá de las colinas, a un lado, la mancha añil del mar, aún más duro y estéril que la tierra. El viento leve pasaba sobre todo, universalizaba los olores del estiércol, la carroña y la salvia, con su soplo indolente iba borrando, suprimiendo y rehaciendo cada cosa; secaba las gotitas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más lejos alborotaba la cabellera de Garibaldi y más allá aún arrojaba polvillo a los ojos de los soldados napolitanos que corrían a reforzar los bastiones de Gaeta, engañados por una esperanza tan vana como la huida del conejo abatido. 

A la breve sombra de los alcornoques, el príncipe y el organista se sentaron a descansar: bebían el vino tibio de las cantimploras de madera, acompañaban un pollo asado procedente del morral de don Fabrizio con con los deliciosos muffoletti espolvoreados de harina que que había traído don Cicio; saboreaban la dulce insòlia, esa uva de aspecto desagradable de pero de gusto tan exquisito; saciaron con gruesas rebanadas de pan el hambre de los sabuesos, que allí frente a ellos parecían impasibles alguaciles tanto más empeñados en cobrar cuanto que los acreedores eran ellos mismos. Bajo el sol endémico estuvieron luego a punto de dormirse.

Burt Lancaster interpretó el papel del Príncipe de Salina en Il Gattopardo (1963), de Luchino Visconti.

Pero si un escopetazo había matado al conejo, si los cañones estriados de Cialdini desanimaban ya a los soldados napolitanos, si el calor meridiano adormecía a los hombres, nada había, en cambio, que fuera capaz de detener a las hormigas. Atraídas por algunos granos de uvas malas que había escupido don Ciccio, acudían en apretadas filas, deseosas de conquistar aquellos montocillos de podredumbre mojados con saliva de organista. Avanzaban con todo desparpajo, en desorden pero sin vacilaciones; en grupitos de tres o cuatro se detenían un momento para charlar y, probablemente, alababan la gloria secular y la prosperidad futura del hormiguero número 2 situado debajo del alcornoque número 4 en la cima del monte Morco; luego, junto a las otras, retomaban la marcha hacia el seguro porvenir; los brillantes lomos de aquellos insectos vibraban de entusiasmo y, sin duda, por encima de sus filas revoloteaban las notas de su un himno.

Como resultado de ciertas asociaciones de ideas que no viene al caso precisar, el ajetreo de las hormigas impidió que don Fabrizio se durmiera y le hizo recordarlas jornadas del plebiscito tal como las había vivido poco tiempo antes en Donnafugata; además de sorprenderlo, aquella votación le había dejado varios enigmas pendientes de solución; ahora, en medio de aquella naturaleza a la que, salvo las hormigas, obviamente le importaban un rábano esos problemas, quizás fuese posible dar con la clave de uno de ellos. Los perros dormían tendidos y sus cuerpos aplastados se recortaban como figurillas sobre el suelo, el conejito, colgado cabeza debajo de una rama, se apartaba de la vertical debido al continuo empuje del viento, pero Tumeo, con la ayuda de su pipa, aún conseguía mantener los ojos abiertos.

G. Tomasi di Lampedusa. El Gatopardo. Biblioteca El Mundo