Fuego en el cuerpo (1981), de Lawrence Kasdan |
Las dos hermanas habían tenido ya sus experiencias amorosas cuando estalló la guerra y las obligaron a regresar a casa apresuradamente. Ninguna de las dos se había enamorado de un joven a menos que hubiese buena comunicación verbal. O sea, a menos que los dos se hubieran sentido profundamente interesados HABLÁNDOSE. La asombrosa, la honda, la increíble emoción consistía en conversar apasionadamente con algún joven en verdad inteligente, hora tras hora, y reanudar esa conversación día tras día durante meses…, ¡de esto no se habían dado cuante hasta que sucedió! Jamás se formuló la promesa paradisíaca: ¡Tendrás hombres con quienes hablar! Antes de que se diesen cuenta de lo maravillosa que era la promesa, se había cumplido ya.
Y si después de surgir la intimidad con estas discusiones vivas y animadas se hacía más o menos inevitable el acto sexual, entonces accedían. Ello marcaba el fin de un capítulo. Tenía su propia emoción también: era una emoción extraña, vibrante, dentro del cuerpo, un espasmo final de autoafirmación, como la última palabra, excitante y muy parecida a la fila de asteriscos que se pone para indicar el fin de un párrafo y un cambio de tema.
David Herbert Lawrence. El amante de Lady Chatterley