Arado de campo (1820-30), Caspar David Friedrich. |
Cuando perdí a mi mujer, que en paz descanse,
me iba a andar por el campo para estar completamente solo. Me echaba al pie de
un árbol, lloraba, clamaba a Dios y le decía tonterías, hubiera querido ser un
topo, estar cubierto de gusanos, morirme, en una palabra. Y cuando me acordaba
de que otros, en aquel mismo momento, estarían con sus mujercitas y las
tendrían abrazadas contra su pecho, me ponía a dar golpes en el suelo con el
bastón; estuve a punto de volverme loco, ni ganas de comer tenía, no se lo
podrá creer, pero la sola idea de ir al café me horrorizaba. Pues bueno,
poquito a poco, un día detrás de otro, primavera tras invierno y otoño tras
verano, aquello se fue pasando gota a gota, grano a grano; se ha disipado, ha
cesado, o mejor dicho, ha decrecido, porque queda algo siempre, claro, ahí en
el fondo, no sé cómo decirle, una especie de peso aquí encima del pecho. Pero
ya sé que ésa ha de ser la suerte de todos, y tampoco hay que entregarse a la
desesperación ni desear uno morirse porque se mueran los demás... [...] Se fue
acordando cada vez menos, a medida que se iba habituando a vivir solo. El nuevo
incentivo de la independencia pronto le hizo más soportable la soledad. Ahora
podía comer a las horas que quería, entrar y salir sin dar cuentas a nadie, y
cuando estaba muy cansado, tenderse en la cama cuan largo era con todo el sitio
para él. Se mimaba a sí mismo, se daba la buena vida y aceptaba todos los
consuelos que recibía.
Págs.
24-25. Madame Bovary (1856). Gustave Flaubert. EL MUNDO, Biblioteca Millenium.