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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

El primer sueño


Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: «Ya me duermo». Y media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño: quería dejar el libro que aún creía tener en las manos y matar mi luz; no había dejado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo peculiar: me parecía ser yo mismo aquello de que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos Quinto. Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Empezaba luego a volvérseme ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior después de la metempsícosis; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de aplicarme o no a él; enseguida recuperaba la visión y quedaba atónito al encontrar en torno mío una oscuridad dulce y sosegada para mis ojos, aunque más todavía quizá para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como algo verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, determinando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue ha de quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos hechos insólitos, a la reciente charla y la despedida bajo la lámpara extraña que todavía le siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.

       
Apoyaba delicadamente mis mejillas contra las hermosas mejillas de la almohada que, llenas y frescas, son como las mejillas de nuestra infancia. Rascaba una cerilla para mirar el reloj. Pronto sería medianoche. Ese es el instante en que el enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y ha debido acostarse en un hotel desconocido, despertado por una crisis, se alegra al vislumbrar bajo la puerta una raya de luz. ¡Qué gozo, ya es de día! Dentro de un momento los criados se habrán levantado, podrá llamar, vendrán a traerle ayuda. La esperanza de ser socorrido le da valor para sufrir, Precisamente ha creído oír pasos; los pasos se acercan, luego se alejan. Y la raya de luz que había debajo de su puerta ha desaparecido. Es medianoche: acaban de apagar el gas; el último criado se ha ido y habrá que permanecer toda la noche sufriendo sin remedio.
            
Volvía a dormirme, y a veces sólo me despertaba un breve instante, el tiempo de oír los crujidos orgánicos de las tablas, de abrir los ojos para mirar el caleidoscopio de la oscuridad, de saborear gracias a un vislumbre momentáneo de conciencia el sueño en que estaban sumidos los muebles, el cuarto, el todo aquel del que yo sólo era una pequeña parte y a cuya insensibilidad volvía a unirme de inmediato. O bien mientras dormía había alcanzado sin esfuerzo una época por siempre pasada de mi vida primitiva, había encontrado alguno de mi terrores infantiles, como el que mi tío abuelo me tirase de los rizos, y que se había disipado el día -inicio para mí de una era nueva- en que me los cortaron. Durante el sueño había olvidado ese acontecimiento, cuyo recuerdo recobraba nada más despertarme para escapar de las manos de mi tío abuelo, pero, como medida de precaución, envolvía por entero la cabeza con la almohada antes de regresar al mundo de los sueños. 
            
Algunas veces, lo mismo que Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía durante mi sueño de una falsa postura de mi muslo. Nacida del placer que yo estaba a punto de gozar, imaginaba que era ella quien me lo ofrecía. Mi cuerpo, que sentía en el suyo mi propio calor, quería unirse a él, y me despertaba. El resto de los humanos me parecía muy lejano comparado con aquella mujer a la que hacía unos instantes había abandonado: todavía guardaba mi mejilla el calor de su beso, mi cuerpo seguía derrengado por el peso de su talle. Si, como a veces ocurría, tenía los rasgos de una mujer que yo había conocido en la vida, iba a entregarme por completo a un único fin: encontrarla, como esos que parten de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada y se figuran que pueden disfrutar en una realidad el hechizo de lo soñado. Poco a poco iba desvaneciéndose su recuerdo, y yo olvidaba a la muchacha de mi sueño.
            
Un hombre que duerme tiene en círculo a su alrededor el hilo de las horas, el orden de los años y los mundos. Al despertar los consulta por instinto y en un segundo lee en ellos el punto de la tierra que ocupa, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero sus rangos pueden confundirse, romperse. Si hacia el amanecer, tras un insomnio, el sueño lo coge mientras lee en una postura demasiado distinta de aquella en que duerme habitualmente, basta su brazo levantado para detener y hacer retroceder el sol, y en el primer minuto de su despertar no sabe siquiera la hora, pensará que acaba de acostarse apenas. Y si se adormila en una postura todavía más irregular y divergente, sentado, por ejemplo, después de la cena en un sillón, será completa entonces la conmoción en los mundos salidos de sus órbitas, el sillón mágico le hará viajar a toda velocidad en el tiempo y el espacio, y en el instante de abrir los párpados creerá haberse acostado varios meses antes en otra región. Pero bastaba que, en mi cama misma, mi sueño fuese profundo y sosegase por completo mi espíritu; entonces éste abandonaba el plano del lugar en que me había dormido, y cuando despertaba en mitad de la noche, por ignorar dónde me encontraba, en un primer momento no sabía siquiera ni quién era; sólo tenía, en su simplicidad primaria la sensación de la existencia como puede temblar en el fondo de un animal: me encontraba más desnudo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo -aún no del lugar en que me hallaba, sino de algunos sitios donde había vivido y donde habría podido estar- venía como una ayuda a mí desde lo alto para sacarme de la nada de la que nunca hubiera podido salir solo; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y las imágenes confusamente vislumbradas de lámparas de petróleo, luego de camisas de cuello vuelto, iban recomponiendo poco a poco los rasgos originales de mi yo.


Pág. 7-9. Por el camino de Swann (1913). Marcel Proust. Valdemar