Fotograma de La ventana indiscreta (1954), de Alfred Hitchcock |
Por
fin, se escurría de debajo de los animales y apagaba el televisor. Iba a poner
el vaso en la solución dórica del fregadero. Subía las escaleras. De pie junto
a la ventana del dormitorio, extendía la vista por la vecindad: ramas negras
dibujándose sobre un morado firmamento nocturno, aquí y allá el tenue brillo de
un listón blanco, alguna que otra luz. A Macon siempre lo consolaba encontrar
una luz. Alguien más tampoco podía dormir, suponía él. No le gustaba tener en
cuenta ninguna otra posibilidad; una fiesta, por ejemplo, o una reunión íntima
entre viejos amigos. Prefería pensar que
alguien más estaba solo, desvelado, ocupado en apartar sus pensamientos. Eso le
hacía sentirse mejor. Volvía a la cama. Se acostaba. Cerraba los ojos y, sin
intentarlo siquiera, cruzaba el umbral
y, sin intentarlo siquiera, cruzaba el umbral que lo separaba del sueño.