Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible,
nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta
presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días.
De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el
que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante.
En otras
circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habrían encontrado
una solución en una vida más exterior y más activa. Pero la peste los dejaba,
al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y
entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto
que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo
camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra
época habían recorrido con el ausente.
Así, pues,
lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el
cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él
mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros
muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio
aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el
deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha
del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos
abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o
que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a
olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para
quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso
de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía
durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los
trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que
durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de
prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la
tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en
la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación
inflige a los que se confían a ella.
Págs. 64-68. La peste (1947). Albert Camus. El Mundo