Tienda de ultramarinos en el Madrid del siglo XIX |
En la tienda de Arnaiz, junto a la reja que da a la calle de San Cristóbal, hay actualmente tres sillas de madera curva de Viena, las cuales sucedieron hace años a un banco sin respaldo forrado de hule negro, y este banco tuvo por antecesor a un arcón o caja vacía. Aquélla era la sede de la inmemorial tertulia de la casa. No había tienda sin tertulia, como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar. Era un servicio suplementario que el comercio prestaba a la sociedad en tiempos en que no existían casinos, pues, aunque había sociedades secretas y clubs y cafés más o menos patrióticos, la gran mayoría de los ciudadanos pacíficos no iba a ellos, prefiriendo charlas en las tiendas. […] La tienda se transformaba, pero la tertulia era la misma en el curso lento de los años. Unos habladores se iban y venían otros. […]
… Estupiñá no era un buen dependiente. Al despachar, entretenía demasiado a los parroquianos, y si le mandaban con un recado o comisión a la Aduana, tardaba tanto en volver, que muchas veces creyó don Bonifacio (su jefe) que le habían llevado preso. La singularidad de que teniendo Plácido estas mañas no pudieran los dueños de la tienda prescindir de él, se explica por la ciega confianza que inspiraba, pues estando él al cuidado de la tienda y de la caja, ya podían Arnaiz y su familia echarse a dormir. Era su fidelidad tan grande como su humildad, pues ya le podían reñir y decirle cuantas perrerías quisieran sin que se incomodase. Por esto sintió mucho Arnaiz que Estupiñá dejara la casa en 1837, cuando se le antojó establecerse con los dineros de una pequeña herencia. Su principal, que le conocía bien, hacía lúgubres profecías del porvenir comercial de Plácido trabajando por su cuenta.
Prometíaselas él muy felices en la tienda de bayetas y paños del Reino que estableció en la Plaza Mayor, junto a la panadería. No puso dependientes porque la cortedad del negocio no lo consentía; pero su tertulia fue la más animada y dicharachera de todo el barrio. Y ved aquí el secreto de lo poco que dio de sí el establecimiento y la justificación de los vaticinios de don Bonifacio.
Estupiñá tenía un vicio hereditario y crónico, contra el cual eran impotentes todas las demás energías de su alma; vicio tanto más avasallador y terrible cuanto más inofensivo parecía. No era la bebida, no era el amor, ni el juego, ni el lujo; era la conversación. Por un rato de palique era Estupiñá capaz de dejar que se llevaran los demonios el mejor negocio del mundo. Como él pegase la hebra con gana, ya podía venirse el cielo abajo, y antes le cortaran la lengua que la hebra. A su tienda iban los habladores más frenéticos, porque el vicio llama al vicio. Si en lo más sabroso de su charla entraba alguien a comprar, Estupiñá le ponía la cara que se pone a los que van a dar sablazos. Si el género pedido estaba sobre el mostrador, lo enseñaba con gesto rápido, deseando que acabase pronto la interrupción; pero si estaba en lo alto de la anaquelería, echaba hacia arriba una mirada de fatiga, como el que pide a Dios paciencia, diciendo: “¿Bayeta amarilla? Mírela usted. Me parece que es angosta para lo que usted la quiere”. Otras veces dudaba o aparentaba dudar si tenía lo que le pedían: “¿Gorritas para niño? ¿Las quiere usted de visera de hule?... Sospecho que hay algunas, pero son de esas que no se usan ya…”
Si estaba jugando al tute o al mus, únicos juegos que sabía y en los que era maestro, primero se hundía el mundo que apartar él su atención de las cartas. Era tan fuerte el ansia de charla y de trato social, se lo pedían el cuerpo y el alma con tal vehemencia, que si no iban habladores a la tienda no podía resistir la comezón del vicio, echaba la llave, se la metía en el bolsillo y se iba a otra tienda en busca de aquel licor palabrero con que se embriagaba.
Por Navidad, cuando se empezaban a armar los puestos en la Plaza, el pobre tendero no tenía valor para estarse metido en aquel cuchitril oscuro. El sonido de la voz humana, la luz y el rumor de la calle era tan necesarios a su existencia como el aire. Cerraba y se iba a dar conversación a las mujeres de los puestos. A todas las conocía, y se enteraba de lo que iban a vender y de cuanto ocurriera en la familia de cada una de ellas. Pertenecía, pues, Estupiñá a aquella raza de tenderos, de la cual quedan aún muy pocos ejemplares, cuyo papel en el mundo comercial parece ser la atenuación de los males causados por los excesos de la oferta impertinente, y disuadir al consumidor de la malsana inclinación a gastar el dinero.
Fortunata y Jacinta. Benito Pérez Galdós