Grabado de la venta de pavos junto al mercado de los Mostenses en la Navidad de 1894 (Madrid)
Érales difícil a las tres mujeres andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban el saquito con el jornal; las mujeres, algún comistrajo recién comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello, cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa. Las niñas iban en grupos de dos o tres, envuelta la cabeza en toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una botella de vino, cuál el jarrito con leche de almendra; otras salían de las tiendas de comestibles con dando brincos o se paraban a ver los puestos de panderetas, dándoles con disimulo un par de golpecitos para que sonaran.
En los puestos de pescado, los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán, vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado, berreaba fuera de la puerta: “Al vivo de hoy, al vivito!...” Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas. En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría.
En aquellos barrios algunos tenderos hacen gala de poseer, además de géneros exquisitos, una imaginación exuberante, y para detener al que pasa y llamar compradores, se valen de recursos teatrales y fantásticos. Por eso vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. Por arriba y por abajo, banderas españolas con poéticas inscripciones que decían: el Diluvio en mazapán, o Turrón del Paraíso terrenal… Más allá, Mantecadas de Astorga bendecidas por Su Santidad Pío XI.
En la misma puerta, uno o dos horteras vestidos ridículamente de frac, con chistera abollada, las manos sucias y la cara tiznada, gritaban desaforadamente ponderando el género y dándolo a probar a todo el que pasaba. Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores, los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significada nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía: Turrón higiénico. Conque ya lo veía el público… El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era higiénico.
Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta