Le déjeuner (1876), de Gustave Caillebotte. |
Ana Ozores no era de los que se
resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de
los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en
los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de
otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de
aquellos bronces.
Aquel
año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.
Estaba
Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y
la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino
jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya
ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto
miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La
insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le
figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un
cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el
marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella
era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya
no podía servir para otro. […]
Ella se moría de hastío. Tenía
veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de
la vejez, a que ya estaba llamando. Y no había gozado una sola vez esas
delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y
hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena vivir, había ella
oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo
conocía.
La
Regenta (1885). Leopoldo Alas 'Clarín'. Cátedra.