Portada de una edición de La Peste (1947), de Albert Camus. |
El
doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco cielo de
la primavera y del otro lado la palabra que todavía resonaba en la habitación:
la peste. La palabra no contenía sólo lo que la ciencia quería poner en ella,
sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta
ciudad amarilla y gris, moderadamente animada a aquella hora, más zumbadora que
ruidosa; feliz, en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado. Una
tranquilidad tan pacífica y tan indiferente negaba casi sin esfuerzo las
antiguas imágenes de la plaga. Atenas apestada y abandonada por los pájaros,
las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de
Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en
Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste. Jaffa y
sus odiosos mendigos, los Icchos húmedos y podridos pegados a la tierra
removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados con ganchos, el
carnaval de los médicos enmascarados durante la peste negra, las cópulas de los
vivos en los cementerios de Milán, las carretas de muertos en el Londres
aterrado, y las noches y días henchidos por todas partes del grito interminable
de los hombres.
No, todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese día. Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor. Sólo el mar, al final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo en el mundo. Y el doctor Rieux que miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar. Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas ante el agua tranquila y sombría, los combates dc antorchas en medio de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer...
No, todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese día. Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor. Sólo el mar, al final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo en el mundo. Y el doctor Rieux que miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar. Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas ante el agua tranquila y sombría, los combates dc antorchas en medio de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer...
Pero este vértigo no se sostenía
ante la razón. Era cierto que la palabra «peste» había sido pronunciada, era
cierto que en aquel mismo minuto la plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o
dos víctimas. Pero ¡y qué!, podía detenerse. Lo que había que hacer era
reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras
inútiles y tomar las medidas convenientes. En seguida la peste se detendría,
porque la peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese,
y esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo
que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la
vencería después.
El doctor abrió la ventana y el
ruido de la ciudad se agigantó de pronto. De un taller vecino subía el silbido
breve e insistente de una sierra mecánica. Rieux espantó todas estas ideas.
Allí estaba lo cierto, en el trabajo de todos los días. El resto estaba
pendiente de hilos y movimientos insignificantes, no había que detenerse en
ello. Lo esencial era hacer bien su oficio.
Págs.
40 y 41. La peste (1947). Albert Camus. El Mundo.