Ilustración de Juan Berrio |
Desde tiempos lejanos, la sociedad se pregunta por qué
existe la literatura. Sirve para enseñar y entretener, y alcanza la perfección
quien mezcla lo útil con lo dulce, explicó Horacio a unos alevines de poeta. La
literatura es una actividad noble nacida de la propia condición humana, que la
necesita para penetrar en la naturaleza del mundo más allá de donde llegan las
ciencias experimentales. La literatura intuye los misterios de la realidad,
ilumina nuestros secretos más privados, ilustra la vida social, incita a ser
mejores o más justos, permite vivir otras vidas que nunca estarían a nuestro
alcance y también nos consuela, en ocasiones.
Que cumplía algunos de estos fines estaba claro para escritores
y lectores hasta hace poco. Hoy, en cambio, anda sumida en una gran crisis de
identidad. Nunca se había dado juntas tantas circunstancias capaces de ponerla
en peligro. Las nuevas tecnologías se ven como una grave amenaza, pero son más
un reto que un problema. Lo audiovisual hará distinta la literatura del futuro
y el hipertexto en la Red, abre caminos insospechados, pero será literatura.
Otro cantar es la trivialización a la que estamos llegando.
Nuestro tiempo ha llevado a primer plano ambiciones espurias.
Hoy, todo el mundo quiere ser escritor, o, para ser precisos, novelista.
Telefamosos, periodistas, políticos, profesores, historiadores, críticos... La
escritura ha dejado de ser dedicación silenciosa de alguien que necesitaba
decir su verdad para convertirse en un medio de satisfacer la vanidad, ganas un
buen dinero, lograr fama o adornarla con el prestigio de la cultura. Que se
escriba da igual. Las librerías se llenan de templarios enloquecidos, policías
listos como el hambre, conspiradores de catacumba y frenéticos aventureros.
Esas ambiciones no pasarían a mayores si buena parte de los editores no
trataran la cultura como puro objeto de consumo, bienes de moda con fecha de
caducidad y reciclables. El monetarismo más crudo mueve a muchos escritores,
que compiten por ver quién vende más o presumen de haber conseguido mayor
adelanto. Todos andamos al menos un poco pillados por esta situación y la
crítica, que podría servir de cortafuegos, o participa aún sin quererlo en la
trampa o resulta inútil.
Así que el lector común está inerme. En los grandes
almacenes compra productos de grado cero de la escritura tomándolos por
literatura. En realidad, se lleva mercancía con marca, el nombre de un habitual
de la tele, la radio o la prensa. El objeto libro le contará simplezas o no se
enterará, porque en la escuela nadie se preocupó de educar la sensibilidad. Le
hablará, además, de asuntos absurdos o esotéricos, mientras el planeta podría
tener los días contados y el capitalismo rampante desarma a los individuos. Y
no se tache esto de demagogia alegando que el arte es ante todo arte. Arte sí,
para la vida, no para el embrutecimiento.
Por suerte, quedan núcleos de resistencia entre autores,
lectores y editores, pero la situación general es más que preocupante. ¿Por qué
la literatura? La banalización y el mercantilismo dan actualidad rabiosa a esta
pregunta. Debería tomarse en serio para que la encrucijada actual no desemboque
en una agonía de fatal desenlace.
Artículo publicado en El Mundo (2007). Santos Sanz Villanueva