Descanso en la marcha (1876), de José Benlliure y Gil. Museo Del Prado |
Entre los cañones emplazados en una altura, se veía al general, comandante de la retaguardia, que, con un oficial de su séquito, examinaban el paisaje con un anteojo. Unos cuantos pasos más atrás, Nesvitsky, a quien el general en jefe había mandado a la retaguardia, se hallaba sentado en el afuste de un cañón. El cosaco que acompañaba a Nesvitsky le había entregado un morral y una botella, y éste obsequiaba a los oficiales con unos pastelillos y con auténtico Kummel. Los oficiales le rodeaban alegres, unos de rodillas y otros sentados al estilo turco sobre la hierba húmeda.
- Verdaderamente, no era tonto el príncipe austríaco que construyó aquí su castillo. Es un lugar hermoso. ¿No comen ustedes, señores? -dijo Nesvitsky.
- Muchas gracias, príncipe -contestó uno de los oficiales, satisfechos de hablar con un personaje importante del Estado Mayor-. Es un lugar precioso. Hemos pasado delante del parque y hemos visto dos ciervos. ¡Qué casa tan magnífica!
- Mire, príncipe -dijo uno que tenía deseos de coger otro pastelillo, pero le daba vergüenza y por eso fingía admirar el paisaje-. Mire, nuestros infantes han llegado ya. Ahí abajo, en la pradera, al otro lado del pueblo, tres soldados arrastran algo. Desvalijarán el palacio -añadió con evidente expresión aprobadora.
- Ya, ya. Lo que yo desearía -pronunció Nesvistky, masticando un pastelillo -es llegar allí- dijo señalando el monasterio, cuyos campanarios se veían detrás del monte.
- Sería interesante llegar hasta allí, ¿verdad? -añadió.
Los oficiales se echaron a reír.
- Aunque no fuera más que para asustar a las monjas. Dicen que hay jóvenes italianas. De veras, daría cinco años de mi vida por hacerlo.
- Además, deben de aburrirse -exclamó echándose a reír un oficial más atrevido que los otros.
[...] El primer cañón disparó. Un sonido metálico, ensordecedor, resonó por encima de las cabezas de los rusos que se hallaban al pie de la montaña, y la granada pasó silbando y cayó antes de llegar al enemigo, mostrando con una nubecilla de humo el lugar donde había estallado.
Los rostros de los soldados y de los oificiales se animaron al oír ese estampido; todos se pusieron en pie para observar los movimientos de las tropas rosas que se veían abajo, como si las tuvieran en la palma de la mano, y las del enemigo que avanzaba. En aquel momento, el sol asomó entre las nubes y el agradable sonido de aquel disparo aislado y el vivo resplandor se fundieron en una sensación de valor y alegría.
Lev Tolstoi. Guerra y paz