Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó la cabeza en las
barras frías de la gran puerta de hierro que era la entrada del Parque por la
calle de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las tinieblas de
fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad, como las del
pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de impulsos de que
no tenía conciencia.
Casi
tocando con la frente de Ana, metida entre dos hierros, pasó un bulto por la
calle solitaria pegado a la pared del Parque.
«¡Es él!»,
pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue momentánea;
y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro.
Era don
Álvaro, en efecto. Estaba en el teatro, pero en un entreacto se le ocurrió
salir a satisfacer una curiosidad intensa que había sentido. «Si por casualidad
estuviese en el balcón... No estará, es casi seguro, pero, ¿si estuviese?» ¿No
tenía él la vida llena de felices accidentes de este género? ¿No debía a la
buena suerte, a la chance que decía don Álvaro, gran parte de sus triunfos? ¡Yo
y la ocasión! Era una de sus divisas. ¡Oh!, si la veía, la hablaba, le decía
que sin ella ya no podía vivir, que venía a rondar su casa como un enamorado de
veinte años platónico y romántico, que se contentaba con ver por fuera aquel
paraíso... Sí, todas estas sandeces le diría con la elocuencia que ya se le
ocurriría a su debido tiempo. El caso era que, por casualidad, estuviese en el balcón.
Salió del teatro, subió por la calle de Roma, atravesó la Plaza del Pan y entró
en la del Águila. Al llegar a la Plaza Nueva se detuvo, miró desde lejos a la
rinconada... no había nadie al balcón... Ya lo suponía él. No siempre salen
bien las corazonadas. No importaba... Dio algunos paseos por la plaza, desierta
a tales horas... Nadie; no se asomaba ni un gato. «Una vez allí, ¿por qué no
continuar el cerco romántico?» Se reía de sí mismo. ¡Cuántos años tenía que
remontar en la historia de sus amores para encontrar paseos de aquella índole!
Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía de haber en la calle de
Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un arco de la Plaza Nueva,
entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a la calle a que daba la
puerta del Parque. Allí no había casas, ni aceras ni faroles; era una calle
porque la llamaban así, pero consistía en un camino maltrecho, de piso desigual
y fangoso entre dos paredones, uno de la Cárcel y otro de la huerta de los Ozores.
Al acercarse a la puerta, pegado a la pared, por huir del fango, Mesía creyó
sentir la corazonada verdadera, la que él llamaba así, porque era como una
adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores triunfos de
todos géneros habían venido así, con la corazonada verdadera, sintiendo él de
repente, poco antes de la victoria, un valor insólito, una seguridad absoluta;
latidos en las sienes, sangre en las mejillas, angustia en la garganta... Se
paró. « Estaba allí la Regenta, allí en el Parque, se lo decía aquello que
estaba sintiendo... ¿Qué haría si el corazón no le engañaba? Lo de siempre en
tales casos; ¡jugar el todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el lodo, que
abriera; y si se negaba, saltar la verja, aunque era poco menos que imposible;
pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no saldría; la nube
era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad».
Llegó a la
verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció, la adivinó antes.
- ¡Es tuya!
-le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera.
Pero no
pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición
vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud,
como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que
nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez!
Siguió; dio
tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás, por más que el
demonio de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se
le burlaba con palabras de fuego al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de
meretrices...! ¡Atrévete, atrévete con la verdadera virtud; ahora o nunca...!»
- ¡Ahora,
ahora! -gritó Mesía con el único valor grande que tenía; y ya a diez pasos de
la verja volvió atrás furioso, gritando:
- ¡Ana!
¡Ana!
Le contestó
el silencio. En la oscuridad del Parque no vio más que las sombras de los
eucaliptus, acacias y castaños de Indias. […]
Lo que no
sabía don Álvaro, aunque por ciertos síntomas favorables lo presumiese a veces
su vanidad, era que la Regenta soñaba casi todas las noches con él. Irritaba a
la de Quintanar esta insistencia de sus ensueños. ¿De qué le servía resistir en
vela, luchar con valor y fuerza todo el día, llegar a creerse superior a la
obsesión pecaminosa, casi a despreciar la tentación, si la flaca naturaleza a
sus solas, abandonada del espíritu, se rendía a discreción, y era masa inerte
en poder del enemigo? Al despertar de sus pesadillas con el dejo amargo de las
malas pasiones satisfechas, Ana se sublevaba contra leyes que no conocía, y
pensaba desalentada y agriado el ánimo en la inutilidad de sus esfuerzos, en
las contradicciones que llevaba dentro de sí misma. Parecíale entonces la
humanidad compuesto casual que servía de juguete a una divinidad oculta,
burlona como un diablo. Pronto volvía la fe, que se afanaba en conservar y
hasta fortificar -con el terror de quedarse a oscuras y abandonada si la perdía
-, volvía a desmoronar aquella torrecilla del orgulloso racionalismo, retoño
impuro que renacía mil veces en aquel espíritu educado lejos de una saludable
disciplina religiosa. Se humillaba Ana a los designios de Dios, pero no por
esto desaparecía el disgusto de sí misma, ni el valor para seguir la lucha se
recobraba... Contribuían estos desfallecimientos nocturnos a contener los
progresos de la piedad, que el Magistral procuraba despertar con gran
prudencia, temeroso de perder en un día todo el terreno adelantado, si daba un
mal paso.
[…] Las personas
decentes de palcos principales y plateas, que no iban al teatro a ver la
función, sino a mirarse y despellejarse de lejos. En Vetusta las señoras no
quieren las butacas, que, en efecto, no son dignas de señoras, ni butacas
siquiera; sólo se degradan tanto las cursis y alguna dama de aldea en tiempo de
feria. Los pollos elegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como se llama
todavía. Se reparten por palcos y plateas donde, apenas recatados, fuman, ríen,
alborotan, interrumpen la representación, por ser todo esto de muy buen tono y
fiel imitación de lo que muchos de ellos han visto en algunos teatros de
Madrid. Las mamás desengañadas dormitan en el fondo de los palcos; las que son
o se tienen por dignas de lucirse, comparten con las jóvenes la seria ocupación
de ostentar sus encantos y sus vestidos obscuros mientras con los ojos y la
lengua cortan los de las demás. En opinión de la dama vetustense, en general,
el arte dramático es un pretexto para pasar tres horas cada dos noches
observando los trapos y los trapicheos de sus vecinas y amigas. No oyen, ni ven
ni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando los cómicos hacen
mucho ruido, bien con armas de fuego, o con una de esas anagnórisis en que
todos resultan padres e hijos de todos y enamorados de sus parientes más
cercanos, con los consiguientes alaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la
buena dama de Vetusta, para ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe de
verdad. […] Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en el sitio de
preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y
principales hubo cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el
verla en el teatro de tarde en tarde, explicaba, en parte, la curiosidad
general. Pero además hacía algunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta,
se comentaba su cambio de confesor […] Ana, acostumbrada muchos años hacía, a
la mirada curiosa, insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el
efecto que producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro. Pero
la noche de aquel día de Todos los Santos, recibió como agradable incienso el
tributo espontáneo de admiración; y no vio en él como otras veces, curiosidad
estúpida, ni envidia ni malicia. Desde la aparición de don Álvaro en la plaza,
el humor de Ana había cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío,
a una región de luz y calor que bañaban y penetraban todas las cosas […].
Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a la bolsa
de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado de aquella pechera blanquísima y
tersa […]. Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco de los
marqueses. Ana, al darle la mano, tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla
un poco, pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo
la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado,
eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general. […]
Ana corrió
con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde
el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y
apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse,
pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar
todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel
de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de
las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y
el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta
cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura
académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno
había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los
entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a
la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de
confesión.
Abrió el
lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave
con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy
abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las
sienes.
—«¡Confesión
general!»—estaba pensando—. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima
asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó
de que no había conocido a su madre.
Tal vez de
esta desgracia nacían sus mayores pecados.
«Ni madre
ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había
conservado desde la niñez.—Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la
obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se
iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se
atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida
así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con
lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con
que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. […]
Vetusta la
noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita
compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les
causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la
monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban
de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un
marido, un ex regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga!
La Regenta (1885). Leopoldo Alas 'Clarín'. Cátedra.