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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

La caída y el escándalo de Ana Ozores


Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó la cabeza en las barras frías de la gran puerta de hierro que era la entrada del Parque por la calle de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las tinieblas de fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad, como las del pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de impulsos de que no tenía conciencia.

Casi tocando con la frente de Ana, metida entre dos hierros, pasó un bulto por la calle solitaria pegado a la pared del Parque.

«¡Es él!», pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro.

Era don Álvaro, en efecto. Estaba en el teatro, pero en un entreacto se le ocurrió salir a satisfacer una curiosidad intensa que había sentido. «Si por casualidad estuviese en el balcón... No estará, es casi seguro, pero, ¿si estuviese?» ¿No tenía él la vida llena de felices accidentes de este género? ¿No debía a la buena suerte, a la chance que decía don Álvaro, gran parte de sus triunfos? ¡Yo y la ocasión! Era una de sus divisas. ¡Oh!, si la veía, la hablaba, le decía que sin ella ya no podía vivir, que venía a rondar su casa como un enamorado de veinte años platónico y romántico, que se contentaba con ver por fuera aquel paraíso... Sí, todas estas sandeces le diría con la elocuencia que ya se le ocurriría a su debido tiempo. El caso era que, por casualidad, estuviese en el balcón. Salió del teatro, subió por la calle de Roma, atravesó la Plaza del Pan y entró en la del Águila. Al llegar a la Plaza Nueva se detuvo, miró desde lejos a la rinconada... no había nadie al balcón... Ya lo suponía él. No siempre salen bien las corazonadas. No importaba... Dio algunos paseos por la plaza, desierta a tales horas... Nadie; no se asomaba ni un gato. «Una vez allí, ¿por qué no continuar el cerco romántico?» Se reía de sí mismo. ¡Cuántos años tenía que remontar en la historia de sus amores para encontrar paseos de aquella índole! Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía de haber en la calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un arco de la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a la calle a que daba la puerta del Parque. Allí no había casas, ni aceras ni faroles; era una calle porque la llamaban así, pero consistía en un camino maltrecho, de piso desigual y fangoso entre dos paredones, uno de la Cárcel y otro de la huerta de los Ozores. Al acercarse a la puerta, pegado a la pared, por huir del fango, Mesía creyó sentir la corazonada verdadera, la que él llamaba así, porque era como una adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores triunfos de todos géneros habían venido así, con la corazonada verdadera, sintiendo él de repente, poco antes de la victoria, un valor insólito, una seguridad absoluta; latidos en las sienes, sangre en las mejillas, angustia en la garganta... Se paró. « Estaba allí la Regenta, allí en el Parque, se lo decía aquello que estaba sintiendo... ¿Qué haría si el corazón no le engañaba? Lo de siempre en tales casos; ¡jugar el todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el lodo, que abriera; y si se negaba, saltar la verja, aunque era poco menos que imposible; pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no saldría; la nube era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad».


Llegó a la verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció, la adivinó antes.

- ¡Es tuya! -le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera.

Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud, como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez!

Siguió; dio tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás, por más que el demonio de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se le burlaba con palabras de fuego al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices...! ¡Atrévete, atrévete con la verdadera virtud; ahora o nunca...!»

- ¡Ahora, ahora! -gritó Mesía con el único valor grande que tenía; y ya a diez pasos de la verja volvió atrás furioso, gritando:

- ¡Ana! ¡Ana!
            
Le contestó el silencio. En la oscuridad del Parque no vio más que las sombras de los eucaliptus, acacias y castaños de Indias. […]
            
Lo que no sabía don Álvaro, aunque por ciertos síntomas favorables lo presumiese a veces su vanidad, era que la Regenta soñaba casi todas las noches con él. Irritaba a la de Quintanar esta insistencia de sus ensueños. ¿De qué le servía resistir en vela, luchar con valor y fuerza todo el día, llegar a creerse superior a la obsesión pecaminosa, casi a despreciar la tentación, si la flaca naturaleza a sus solas, abandonada del espíritu, se rendía a discreción, y era masa inerte en poder del enemigo? Al despertar de sus pesadillas con el dejo amargo de las malas pasiones satisfechas, Ana se sublevaba contra leyes que no conocía, y pensaba desalentada y agriado el ánimo en la inutilidad de sus esfuerzos, en las contradicciones que llevaba dentro de sí misma. Parecíale entonces la humanidad compuesto casual que servía de juguete a una divinidad oculta, burlona como un diablo. Pronto volvía la fe, que se afanaba en conservar y hasta fortificar -con el terror de quedarse a oscuras y abandonada si la perdía -, volvía a desmoronar aquella torrecilla del orgulloso racionalismo, retoño impuro que renacía mil veces en aquel espíritu educado lejos de una saludable disciplina religiosa. Se humillaba Ana a los designios de Dios, pero no por esto desaparecía el disgusto de sí misma, ni el valor para seguir la lucha se recobraba... Contribuían estos desfallecimientos nocturnos a contener los progresos de la piedad, que el Magistral procuraba despertar con gran prudencia, temeroso de perder en un día todo el terreno adelantado, si daba un mal paso.
            
[…] Las personas decentes de palcos principales y plateas, que no iban al teatro a ver la función, sino a mirarse y despellejarse de lejos. En Vetusta las señoras no quieren las butacas, que, en efecto, no son dignas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se degradan tanto las cursis y alguna dama de aldea en tiempo de feria. Los pollos elegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como se llama todavía. Se reparten por palcos y plateas donde, apenas recatados, fuman, ríen, alborotan, interrumpen la representación, por ser todo esto de muy buen tono y fiel imitación de lo que muchos de ellos han visto en algunos teatros de Madrid. Las mamás desengañadas dormitan en el fondo de los palcos; las que son o se tienen por dignas de lucirse, comparten con las jóvenes la seria ocupación de ostentar sus encantos y sus vestidos obscuros mientras con los ojos y la lengua cortan los de las demás. En opinión de la dama vetustense, en general, el arte dramático es un pretexto para pasar tres horas cada dos noches observando los trapos y los trapicheos de sus vecinas y amigas. No oyen, ni ven ni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando los cómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego, o con una de esas anagnórisis en que todos resultan padres e hijos de todos y enamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientes alaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama de Vetusta, para ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe de verdad. […] Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en el sitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y principales hubo cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tarde, explicaba, en parte, la curiosidad general. Pero además hacía algunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta, se comentaba su cambio de confesor […] Ana, acostumbrada muchos años hacía, a la mirada curiosa, insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efecto que producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro. Pero la noche de aquel día de Todos los Santos, recibió como agradable incienso el tributo espontáneo de admiración; y no vio en él como otras veces, curiosidad estúpida, ni envidia ni malicia. Desde la aparición de don Álvaro en la plaza, el humor de Ana había cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío, a una región de luz y calor que bañaban y penetraban todas las cosas […]. Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a la bolsa de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado de aquella pechera blanquísima y tersa […]. Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco de los marqueses. Ana, al darle la mano, tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco, pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general. […]
            
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.
            
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
            
—«¡Confesión general!»—estaba pensando—. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
            
Se acordó de que no había conocido a su madre.
            
Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
            
«Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez.—Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. […]
            
Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga!

La Regenta (1885). Leopoldo Alas 'Clarín'. Cátedra.