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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

Una ciudad a la medida del hombre

 
Imagen de principios del siglo XX tomada en la calle Alemanes de Sevilla


Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cementos, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: “¡Adiós, Rafaé…!”, y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquélla y vivir en una ciudad así.


Pero aquí en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?


Juan Belmonte, matador de toros. Manuel Chaves Nogales

Primer amor


Fotograma de la película Los juncos salvajes (1994), de André Techiné


El caso era que Hans Castorp se había fijado en el tal Pribislav desde hacía tiempo; le había elegido entre la multitud de conocidos y desconocidos del patio de colegio, se interesaba por él, le seguía con la mirada… ¿podría decirse que le admiraba? Sea como fuese, le observaba con especial atención y, ya de camino al colegio, se ilusionaba con la idea de verle con sus compañeros de clase, verle hablar, verle reír y distinguir de lejos su voz, que siempre tenía agradablemente tomada, como velada y un poco ronca. Cierto es que no había razón suficiente para tal interés, como no fueran aquel nombre pagano, aquella cualidad de alumno modélico (lo cual, desde luego, no significaba nada), o finalmente aquellos ojos de tártaro -unos ojos que, cuando miraba de reojo, de una manera muy especial, que no tenía por objeto ver nada, se tornaban misteriosos bajo una sombra tan oscura como seductora-. Pero tampoco era menos cierto que Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles. 

La irrupción del consumismo


Imagen de un supermercado norteamericano en los años 70

La llegada cada vez más rápida de los objetos hacía retroceder el pasado. La gente ya no se preguntaba sobre su utilidad, simplemente quería poseerlos y sufrían por no ganar el suficiente dinero para poder conseguirlos inmediatamente. Se acostumbraban a rellenar cheques, descubrían las ‘facilidades de pago’, el crédito Sofinco. Se sentían a gusto con la novedad, orgullosos de servirse de una aspiradora y de un secador de pelo eléctrico. La curiosidad podía más que la desconfianza. Se descubrían los platos crudos y los flambeados, el ‘steak tartare’, la carne a la pimienta, las especias y el kétchup, el pescado empanado y el puré en copos, los guisantes congelados, los palmitos en lata, el ‘aftershave’, el Obao en la bañera y el Canigou para perros. 

Las cooperativas iban dejando paso a los supermercados donde a los clientes les encantaba tocar la mercancía antes de comprarla. Nos sentíamos libres, no pedíamos nada a nadie. Cada tarde, las galerías Barbès acogían a los compradores con un ‘bufé rústico’ gratuito. Las jóvenes parejas de las clases medias compraban la distinción con una cafetera Hellem, con el Eau Sauvage de Dior, una radio con FM, una cadena hi-fi, estores venecianos y tela de saco para tapizar las paredes, un salón en madera de teca, un colchón Dunlopillo, un chifonier o un secreter, muebles cuyos nombres conocían sólo por las novelas. Visitaban los anticuarios, invitaban con salmón ahumado, aguacates con gambas, ‘fondue bourguignonne’, leían Playboy y Lui, Barbarella, Le Nouvel Observateur, Teilhard de Chardin, la revista Planète, soñaban leyendo los anuncios por palabras de pisos de ‘alto standing’, con vestidor, en ‘complejos residenciales’ (solo el nombre ya era un lujo), cogían el avión por primera vez ocultando su angustia y se emocionaban al ver unos cuadraditos verdes y dorados allá abajo, se ponían nerviosos porque aún no les habían puesto el teléfono que pidieron hace un año. Los demás no veían la utilidad de tenerlo y seguían yendo a Correos, donde el empleado de la ventanilla les marcaba el número y los mandaba a una cabina.

La muerte de los demás


Velatorio, ilusiones y realidades (1899). Felipe Abárzuza y Rodríguez de Arias. Museo Del Prado

El mayor tomento de Iván Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen, nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudas y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran -más aún, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Iván Ilich. 

Pastelillos en la guerra


Descanso en la marcha
(1876), de José Benlliure y Gil. Museo Del Prado

Entre los cañones emplazados en una altura, se veía al general, comandante de la retaguardia, que, con un oficial de su séquito, examinaban el paisaje con un anteojo. Unos cuantos pasos más atrás, Nesvitsky, a quien el general en jefe había mandado a la retaguardia, se hallaba sentado en el afuste de un cañón. El cosaco que acompañaba a Nesvitsky le había entregado un morral y una botella, y éste obsequiaba a los oficiales con unos pastelillos y con auténtico Kummel. Los oficiales le rodeaban alegres, unos de rodillas y otros sentados al estilo turco sobre la hierba húmeda.


- Verdaderamente, no era tonto el príncipe austríaco que construyó aquí su castillo. Es un lugar hermoso. ¿No comen ustedes, señores? -dijo Nesvitsky.


- Muchas gracias, príncipe -contestó uno de los oficiales, satisfechos de hablar con un personaje importante del Estado Mayor-. Es un lugar precioso. Hemos pasado delante del parque y hemos visto dos ciervos. ¡Qué casa tan magnífica!