Además,
Edward no era un mal perro, en el fondo; sólo un poco revoltoso. Era simpático,
le tenía cariño a Macon y lo seguía a todas partes. Tenía en la frente un surco
en forma de uve doble que le daba un aire circunspecto. Sus grandes orejas,
puntiagudas y aterciopeladas, parecían más expresivas que las de otros perros;
cuando estaba contento le sobresalían a ambos lados de la cabeza como las alas
de un avión. Su olor era sorprendentemente agradable, el olor dulzón que toma
un jersey favorito cuando se ha guardado en un cajón sin antes lavarlo.
Y había sido de Ethan.
Hubo un tiempo en el que Ethan lo
había cepillado, lo había bañado, se había revolcado por los suelos abrazado a
él; y cuando Edward hacía un alto en la lucha para rascarse una oreja, Ethan
preguntaba, muy serio y cortés: «Oh, ¿me permite que se la rasque yo?». Los dos
esperaban todos los días en la ventana la llegada del periódico vespertino, y en
cuanto llegaba Ethan mandaba a Edward a recogerlo: las patas traseras se le
juntaban con las delanteras, los talones respingaban gozosamente en la carrera.
Tras coger el diario en la boca, Edward hacía una pausa y miraba alrededor,
como deseando que reparasen en él, y luego regresaba pavoneándose y hacía otra
pausa ante el espejo del recibidor para admirar su figura. «Presumido», le
decía Ethan afectuosanente. Ethan cogía una pelota de tenis para lanzarla y Edward
se ponía tan nervioso y contento que meneaba toda su parte trasera. Ethan,
llevando una pelota de fútbol, salía fuera con Edward, y cuando éste perdía el
control de puro entusiasmo -saltando de acá para allá, empujando la pelota contra
un cerco, gruñendo ferozmente-, la risa de Ethan resonaba tan fuerte y tan clara,
era un sonido tan alegre que flotaba en el aire del atardecer de verano ...
-Es que no puedo -dijo Macon.
Hubo un silencio.
Págs.
124-125. El turista accidental (1985). Anne Tyler. Punto de Lectura.