La llanura Briard (1871-78). Gustave Cailllebotte |
El padre de Emma quiso que fueran en su carricoche y él mismo los acompañó hasta Vassonville. Allí abrazó a su hija por última vez, se apeó y emprendió el camino de regreso. Se detuvo a unos cien pasos y, mirando alejarse el carricoche con las ruedas levantando nubes de polvo, lanzó un profundo suspiro. Empezó a acordarse de su propia boda, de aquel tiempo lejano, del primer embarazo de su mujer. También él estaba muy ufano el día en que la sacó de casa de su padre para llevársela a la suya. Iban los dos montados a caballo, ella a la grupa, trotando sobre la nieve, porque eran vísperas de Navidad y el campo estaba completamente blanco. Ella se sujetaba a él con un brazo y en el otro llevaba su cesta; el viento le agitaba los encajes de su tocado regional, que a veces le rozaban a él la boca. Y si volvía la cabeza, la veía allí, tan cerca, apoyando en su hombros aquella carita sonrosada que le sonreía en silencio bajo el bonete dorado. De vez en cuando, para calentarse un poco los dedos, se los metía a él por entre el pecho. ¡Qué antiguo era ya todo aquello! Treinta años habría cumplido ahora su hijo. Y en ese momento miró hacia atrás y ya no vio nada en el camino. Se sintió triste como una casa de la que se han llevado los muebles, y en su mente, nublada por los vapores del jolgorio, los recuerdos dulces se entremezclaban con las ideas negras, así que le dieron ganas de ir a darse una vuelta por la iglesia. Pero tuvo miedo de que aquella visita le pusiera más triste todavía, de manera que se volvió directamente a casa.
Págs.
32 y 33. Madame Bovary (1856). Gustave Flaubert. EL MUNDO, Biblioteca
Millenium.