El director de cine sueco Ingmar Bergman (aquí fotografiado en los años 60), autor de este texto. |
Las bombillitas eléctricas de la araña de bronce difunden una sucia luz amarilla sobre la mesa. Junto a la puerta de la antecocina está el pesado aparador, recargado de objetos de plata, en el lado opuesto un piano, con la odiada lección abierta en el atril. En el suelo de parquet una alfombra, oriental. En las ventanas pesados cortinajes, oscuros cuadros de Arborelius en las paredes.
La cena se inicia con entrante:
arenque en escabeche y patatas cocidas o sardinas en escabeche y patatas
cocidas o un puding de jamón y patatas cocidas. Mi padre bebe con esto una
copita de aguardiente y cerveza. Mi madre toca un timbre eléctrico que hay
escondido debajo del tablero de la mesa y aparece la doncella vestida de negro.
Recoge los platos y cubiertos, luego sirve el segundo plato, en el mejor de los
casos albóndigas y en el peor macarrones gratinados. Las salchichas y las hojas
de col rellenas se pueden comer, el pescado es odioso, pero uno se cuida de
expresar su descontento. Hay que comer de todo, hay que terminarlo todo.
Una vez servido el placo fuerte, mi
padre vacía la copita de aguardiente y se le enrojece un poco la frente. Todos comen
en silencio. Los niños no hablan en la mesa. Contestan si se les dirige la
palabra. Entonces viene la pregunta obligatoria: «¿Qué tal la escuela hoy?»,
seguida de la igualmente obligatoria respuesta: «Bien». «¿Te han devuelto algún
examen?» «No.» «¿Qué te preguntaron? ¿Te lo sabías?» «Sí, claro que me lo
sabía.» «He telefoneado a tu profesor. Te van a aprobar en matemáticas. ¡Quién
lo iba a decir!»
Mi padre se ríe sarcásticamente. Mi
madre se toma su medicina. Acaban de hacerle una operación seria y tiene que
tomar constantemente medicinas. Mi padre se vuelve hacia mi hermano: «Imita al idiota
de Nilsson». Mi hermano, que tiene talento para las imitaciones, deja caer
inmediatamente la barbilla, hace girar los ojos y se chafa la nariz. Comienza a
murmurar de manera confusa e inconexa. Mi padre se ríe, mi madre sonríe
forzadamente. «Habría que matar a Per Albin Hanson», dice mi padre de repente,
«se debería fusilar a toda esa chusma socialista.» «No debes hablar así», la
voz de mi madre es controlada. «¿Qué es
lo que no debo decir? No puedo decir que estamos gobernados por gentuza y
bandidos?» La cabeza de mi padre se agita un poco. Tenemos que hacer el orden
del día para la reunión de la directiva», dice mi madre para cambiar de
conversación. Eso ya te lo he oído decir varias veces», contesta mi padre, que
tiene la frente bastante roja. Mi madre baja la mirada y mueve con los
cubiertos delicadamente la comida que tiene en el plato, «¿Sigue Lilian
enferma?», dice con voz suave dirigiéndose a mi hermana. «Irá a la escuela
mañana», dice Margareta con su vocecita. «Podría cenar con nosotros el domingo,
¿te parece?».
Cae el silencio sobre la mesa,
masticamos, se oye el ruido de cuchillos y tenedores contra la porcelana, la
luz amarilla, los objetos de plata del aparador brillan, el reloj del salón
hace tictac. Mi padre dice: «Y ahora han nombrado a Beronius a pesar de que el
cabildo había propuesto a Algard. Así es y así va a seguir siendo todo:
incompetentes. Idiotas». Mi madre mueve la cabeza. En su cara se dibuja un
gesto ligeramente despectivo. «¿Es verdad que va a predicar Arborelius el
Viernes Santo? No se oye lo que dice». «Da igual», dice mi padre, y se echa a
reír.
Págs.
148 y 149. La linterna mágica. Ingmar Bergman. Tusquets.