Boda en Normandía. |
El cortejo, compacto al iniciarse, como una cinta de color que iba serpenteando por el campo a lo largo del estrecho y sinuoso sendero entre los verdes trigales, pronto se fue estirando y se escindió en grupos diferentes que se iban quedando rezagados para charlar. En cabeza iba el músico tocando su violín con penachos de cimas rematadas por borlas; detrás iban los novios y los padres, los amigos campando por sus respetos, y a la zaga de rodas, los niños, que se entretenían arrancando campanillas de los sembrados o enzarzándose en peleas sin ser vistos. El vestido de Emma le estaba demasiado largo y le arrastraba un poco; de vez en cuando ella se paraba para recogérselo y aprovechaba para desprenderle delicadamente con sus manos enguantadas los hierbajos espinosos y los cardos que se le habían pegado, mientras Charles, con las manos colgando, esperaba a que ella terminara su labor. El padre de Emma, con sombrero nuevo de seda y las bocamangas de su traje negro tapándole las manos hasta las uñas, daba el brazo a madame Bovary madre. Por lo que respecta a monsieur Bovary padre, como en el fondo despreciaba a toda aquella gente, había venido a la boda vestido con una simple levita de corte militar y de una sola fila de botones y se dedicaba a piropear en plan tabernario a una joven campesina rubia. Ella se inclinaba, se ponía colorada, no sabía qué contestar. Los demás hablaban de sus asuntos o se hacían burlas por la espalda, preparándose de antemano para la animación. Y, si se prestaba oído, no dejaba de escucharse el «chinchín» del rascatripas que seguía tocando según caminaba a campo traviesa. A veces caía en la cuenta de que los invitados se le habían quedado atrás y entonces se paraba para reponer fuerzas, enceraba meticulosamente el arco con resma para que las cuerdas le chirriasen y reemprendía la marcha, subiendo y bajando alternativamente el mango del violín para irse marcando el compás. El ruido del instrumento espantaba desde lejos a los pajaritos.
Habían
puesto la mesa debajo del cobertizo donde se guardaban los carros. Encima de
ella había cuatro solomillos, seis pepitorias de pollo, estofado de vaca en
cazuela, tres piernas de cordero asadas y en el medio un hermoso lechoncillo
guarnecido de morcillas con acederas. En los extremos de la mesa campeaban las
garrafas de aguardiente. La sidra dulce embotellada dejaba escapar su espuma rebosando
el tapón y ya previamente se había servido en todos los vasos. Unas grandes
fuentes de natillas, que al menor golpe en la mesa se ponían a temblar como por
sí solas, exhibían sobre su superficie uniforme las iniciales de los novios
dibujadas en arabescos nunca vistos. Las tartas y los turrones se le habían
encargado a un pastelero de Ivetot, que había puesto mucho esmero en su
trabajo, por ser aquél su debut en la comarca. A los postres él mismo presentó
a la mesa una tarta de varios pisos que arrancó exclamaciones de asombro. La base
estaba formada por un cuadrado de cartón azul representando un templo con sus
pórticos, columnas y estatuillas de estuco, colocadas todo alrededor en
hornacinas tachonadas de estrellas hechas con papel dorado; el segundo piso era
un torreón todo en bizcocho de Saboya, rodeado de fortificaciones en miniatura
hecha con cabello de ángel, almendras pasas y cuarterones de naranja; por
último, en la plataforma superior, que figuraba una verde pradera con rocas,
lagos de mermelada y barquitos hechos con cáscara de avellana, se veía un
amorcillo balanceándose sobre un pequeño columpio de chocolate, cuyos dos
soportes estaban rematados por capullos de rosa natural, a manera de bolas.
La comida
se prolongó hasta la noche. Cuando alguien se cansaba de tanto estar sentado,
se iba a estirar un rato las piernas por los corrales o a jugar a las tabas en
la granja, y luego volvía a la mesa. Algunos de los comensales, ya a última
hora, cedieron al sopor y acabaron roncando. Pero con el café renació la
animación. Se entonaron coplas y se hicieron apuestas de levantar pesos, de
hacer equilibrios apoyándose en el dedo pulgar y de a ver quién era capaz de
levantar un carro por encima de los hombros. También se contaban chistes verdes
y se les daban besos a las señoras.
Por la
noche, cuando llegó la hora de marcharse, a los caballos, ahítos de avena hasta
la collera, no había forma de engancharlos; soltaban coces, se encabritaban y quebraban
los aparejos. A algunos de sus dueños les daba por maldecir, a otros por
reírse. Y luego, durante toda la noche, se vieron pasar por los caminos de la
comarca, a la luz de la luna, carruajes que desaparecían al galope, daban
tumbos en los baches, saltaban por encima de metros de grava y bordeaban los
taludes con mujeres asomadas a las portezuelas para agarrar a las riendas.
Los que se
quedaron en Les Bertaux se pasaron la noche bebiendo la cocina. Los niños se
habían ido quedando dormidos debajo de los bancos.
Págs. 30 y 31. Madame Bovary (1856). Gustave Flaubert. EL
MUNDO, Biblioteca Millenium.