A veces, con sólo levantar la barbilla penetraba la mente de
él como un filo cortante. Ciertas imágenes de ella en ciertos momentos
fortuitos e insignificantes relampagueaban ante sus ojos: Muriel sentada a la
mesa de su cocina, rellenando el formulario de un concurso que sorteaba un
viaje a Hollywood con todos los gastos pagados. Muriel diciéndole a su espejo:
«Parezco la ira de Dios», una especie de ritual de despedida. Muriel lavando
los platos con sus grandes guantes de goma rosa con uñas pintadas carmesí,
levantando un plato jabonoso y pasándolo al agua de aclarar mientras entonaba a
pleno pulmón una de sus canciones favoritas («La guerra también es un infierno
en el frente doméstico» o «Me pregunto si a Dios le gusta la música country»);
desde luego, a ella sí le gustaba esa música: las baladas largas y quejumbrosas
sobre el tortuoso camino de la vida, las frías paredes grises de la cárcel, el
corazón podrido y adulador de un hombre traicionero. Y Muriel junto a la
ventana del hospital, como de hecho no la había visto nunca, con un fregasuelos
en la mano, mirando llegar a los accidentados.
Entonces
supo que lo que importaba era la trama de su vida; que, aunque no la amaba,
amaba la sorpresa que había en ella, y también la sorpresa de sí mismo cuando
estaba con ella.
Págs. 277-278. El turista accidental (1985). Anne Tyler. Punto
de Lectura.