Honoré de Balzac (1759), escritor francés y autor de La Comedia Humana, un conjunto de 80 libros que refleja las diferentes caras del ser humano en la primera mitad del siglo XIX. |
Mi
pobre amigo, yo llegué como usted, con el corazón lleno de ilusiones, movido
por el amor al Arte, llevado por impulsos invencibles hacia la gloria; me he
encontrado con las realidades del oficio, las dificultades del mundo de la
edición y la cara amarga de la miseria. Mi exaltación, ahora contenida, y mi
primera efervescencia me ocultaban cómo funciona el mundo; me ha sido preciso
verlo, toparme con todos los engranajes, herirme con los pivotes, mancharme de
grasa, oír el ruido de las cadenas y de las ruedas. Y lo mismo que yo, también
usted llegará a saber que, debajo de todas esas hermosas cosas soñadas, se
agitan hombres, pasiones y necesidades. Se verá mezclado forzosamente en luchas
horribles, de obra contra obra, de hombre contra hombre, de partido contra
partido, en las que hay que batirse sistemáticamente para no verse uno
abandonado por los suyos. Estos innobles combates desencantan el alma, depravan
el corazón y producen un cansancio sin provecho alguno; pues a menudo nuestros
esfuerzos sirven para hacer coronar a un hombre al que se detesta, un talento
de segundo orden, presentado, a pesar nuestro, corno un genio. La vida
literaria tiene sus entre bastidores. Los éxitos injustificados o merecidos,
esto es lo que aplaude la galería; los medios para conseguirlo, siempre
repulsivos, los comparsas emperifollados, la claque y los mozos de turno, esto
es lo que ocultan los entre bastidores. Está usted aún en el patio de butacas.
Está todavía a tiempo, desista antes de poner un pie en el primer escalón del trono
que tantas ambiciones se disputan y no se deshonre como lo hago yo para vivir.
-Una lágrima asomó a los ojos de Étienne Lousteau-.
¿Sabe cómo vivo? -prosiguió
con acento de rabia-. El poco dinero que pudo darme mi familia, no tardé mucho
en gastármelo. Me encontraba sin recursos después de haberme sido aceptada una
obra en el Théatre-Français. En el Théatre-Français, la protección de un
príncipe o de un primer gentilhombre de cámara del rey no basta para obtener un
turno preferente. Los actores no ceden más que ante aquellos que suponen una
amenaza para su amor propio. Si cuenta usted con el poder de hacer decir que el
primer actor tiene asma, que la primera actriz tiene una fístula donde usted
quiera, que la soubrette caza las moscas al vuelo, se verá a la mañana
siguiente en cartel. No sé si de aquí a dos años quien ahora le habla estará en
condiciones de conseguir ese poder: para ello se necesitan demasiados amigos.
Dónde, cómo y de qué manera ganarme el pan, fue una pregunta que me hice tan
pronto como comencé a sentir los primeros zarpazos del hambre. Tras muchos
intentos, tras haber escrito una novela anónima que Doguereau compró por
doscientos francos, y con la que no ha ganado gran cosa, me convencí de que
solamente el periodismo podría darme de comer. Pero ¿cómo entrar en esa casa de
fieras? No le contaré todos los pasos ni mis solicitudes inútiles, ni los seis
meses pasados como meritorio y oyendo decir que espantaba a los suscriptores,
cuando en realidad conseguía nuevos. Pasemos por alto estas mezquindades. Hoy
hago las reseñas, poco menos que gratis, de los teatros del bulevar en el
periódico propiedad de Finot, ese gran muchacho que desayuna aún dos o tres
veces al mes en el Café Voltaire (¡pero no vaya allí!). Finot es el redactor
jefe. Yo vivo de vender las entradas que me regalan los directores de esos
teatros para comprar mi benevolencia en el periódico, y los libros que los
editores me mandan para que hable de ellos. En fin, trafico, una vez satisfecho
Finot, con los tributos en especie que aporta la industria para la que, a favor
o en contra, aquél me permite publicar artículos. Leau carminative, la Pâte des
Sultanes, L'Huile céphalique, la Mixture brésilienne, pagan por un articulo
satírico veinte o treinta francos. Me veo obligado a ladrarle al editor que da
pocos ejemplares al periódico: el periódico se queda con dos, que vende Finot,
y yo necesito vender otros dos. Aunque publique una obra maestra, al editor
avaro en ejemplares lo destrozo. Es algo innoble, sí, pero yo, como otros cien,
vivo de este oficio. Y no se crea que el mundo de la política es mucho mejor
que este mundillo literario: en ambos reina la corrupción, se es corruptor o
corrompido. Siempre que se trata de lanzar una obra de cierta importancia, el
editor me paga ante el temor de verse atacado. Por ello mis ingresos están
relacionados con los folletos. Cuando se hacen tiradas de miles de éstos,
entonces el dinero entra a espuertas en mi bolsa e invito a mis amigos. Si no
hay por medio ningún negocio editorial, entonces como en Flicoteaux. Las
actrices pagan también los elogios, pero las más listas pagan las críticas,
porque el silencio es lo que ellas más temen. Así una crítica, hecha para
encontrar una réplica inmediata en otro periódico, se paga más y vale más que
un simple elogio que se olvida al día siguiente. La polémica, mi querido amigo,
es el pedestal de las celebridades. En este oficio de espadachín al servicio de
las ideas y del prestigio industrial, gano cincuenta escudos al mes, puedo
vender una novela por quinientos francos y comienzo a ser considerado un hombre
temible. Cuando en vez de vivir en casa de Florine, a costa de un droguero que
se da aires de milord, tenga una casa propia y trabaje en un gran periódico
donde dirija un feuilleton, ese día, amigo mío, Florine se convertirá en una
gran actriz; en cuanto a mí, aún no sé en qué me convertiré entonces, si en
ministro u hombre honrado, todo es aún posible. -Alzó su cabeza humillada y
lanzó hacia el follaje una mirada de desesperación acusadora y terrible-. ¡Y eso
que tengo una hermosa tragedia aceptada! ¡Y entre mis papeles un poema
condenado a no ver nunca la luz! ¡Y yo que era bueno! Tenía el corazón puro: mi
amante es una actriz del Panorama-Dramatique, ¡yo que soñaba con bellos amores
entre las mujeres más distinguidas del gran mundo! En una palabra, por un
ejemplar que el editor niegue a mi periódico, hablo mal de una obra que a mí me
gusta. Lucien, conmovido hasta las
lágrimas, apretó la mano de Étienne.
-Fuera del mundo literario -dijo el
periodista levantándose y dirigiéndose hacia la gran alameda del Observatoire
por donde los dos poetas se pasearon como para oxigenar sus pulmones-, no
existe una sola persona que conozca la horrible odisea por la que se llega a lo
que hay que llamar, según los entendidos, boga, moda, prestigio, renombre,
celebridad, favor público, esos distintos escalones que conducen a la gloria y
que no pueden nunca sustituirla. Este fenómeno moral, tan fascinante, se
compone de mil accidentes que varían con tanta rapidez que no existe el ejemplo
de dos hombres que hayan triunfado siguiendo el mismo camino. Canalis y Nathan
son dos casos sin comparación entre sí y que no se repetirán. D'Arthez, que se
mata a trabajar, se hará célebre, pero por otra vía. Esta reputación tan
deseada es casi siempre una prostituta coronada. Sí, para las obras de ínfimo
orden de la literatura, ella representa a la pobre buscona que se hiela en las
esquinas; para la literatura de segundo orden es la mujer mantenida que sale de
los lugares de mala nota del periodismo y para la que yo hago de rufián; y para
la literatura de éxito es la brillante cortesana insolente, que posee casas,
paga impuestos al Estado, recibe a los grandes señores, los trata y los
maltrata, tiene su servidumbre, su carruaje y puede hacer esperar a sus
ansiosos acreedores. ¡Ah!, aquéllos para quienes es, como para mí en otro
tiempo y ahora para usted, un ángel con las alas desplegadas, revestido con su
blanca túnica, mostrando una palma verde en una mano y una espada flamígera en
la otra, participando a un tiempo de la abstracción mitológica que vive en el
fondo de una sima y de la pobre muchacha virtuosa desterrada a un suburbio, sin
otra riqueza que el brillo de su virtud lograda con noble valor y que retorna
al cielo inmaculada, cuando no muere profanada, mancillada, violada y olvidada
en el carro de los pobres; esos hombres de cerebro blindado de bronce, con los
corazones aún calientes bajo las tumbas de nieve de la experiencia, son muy
raros en el país que ve usted a nuestros pies -dijo señalando la gran ciudad
que humeaba al morir el día.
Una fugaz visión del Cenáculo cruzó
entonces ante los ojos de Lucien conmoviéndole, pero se vio arrastrado de nuevo
por las palabras de Lousteau, quien prosiguió con su espantosa lamentación.
-Son raros y escasos en esta caldera
de fermentación, raros como los verdaderos amantes en el mundo del amor, raros
como las fortunas honradas en el mundo financiero, raros como un hombre puro en
el periodismo. La experiencia del primero que me dijo lo que yo le digo ahora
fue vana, como vana será sin duda la mía para usted. Siempre el mismo
entusiasmo precipita cada año de la provincia hasta aquí a un número igual, por
no decir creciente, de ambiciones imberbes, que se lanzan con la cabeza alta y
el corazón altivo al asalto del gran mundo, esa especie de princesa Turandot de
Los mil y un días de la que todos quieren ser el príncipe Calaf. Pero nadie es
capaz de adivinar el enigma. Todos caen en el abismo de la desgracia, en el
fango del periódico, en las ciénagas de la edición. Van mendigando por ahí unas
voces para diccionarios biográficos, colaboraciones, artículos de crónica para
los periódicos, o libros por encargo impuestos por esa lógica comercial que
prefiere una tontería que se agota en quince días a una obra maestra que
necesita tiempo para venderse. Estas orugas, aplastadas antes de convertirse en
mariposas, viven de la vergüenza y de la infamia, dispuestas a morder o a
elogiar a un talento naciente a una orden del bajá del Constitutionnel, de Le
Quotidienne o de los Débats, a la señal de unos editores o al ruego de un
colega envidioso, muchas veces por una simple comida. Los que superan los
obstáculos olvidan la miseria de sus comienzos. Quien le habla ha escrito
durante seis meses artículos en los que he puesto lo mejor de mi talento para
un miserable que decía que eran suyos y que gracias a ellos ha llegado a ser
redactor de un feuilleton: no me tomó como colaborador, y ni siquiera me dio un
franco, y me veo obligado a darle la mano y a estrechar la suya.
-¿ Y por qué? -dijo indignado
Lucien.
-Porque podría verme en la necesidad
de insertar diez líneas en su suplemento -respondió fríamente Lousteau-. En
fin, querido amigo, en literatura el secreto del éxito no radica en trabajar,
sino en explotar el trabajo ajeno. Los propietarios de los periódicos son los
contratistas de obras y nosotros somos sus peones. Por ello, cuanto más
mediocre es un hombre, más rápidamente triunfa; puede tragarse sapos vivos,
resignarse a todo, halagar las mezquinas y bajas pasiones de los sultanes
literarios, como un recién llegado de Limoges, como Hector Merlin, que ya hace
política en un periódico de centro derecha y trabaja en nuestro diario: yo le
he visto recoger el sombrero que le cayó a un redactor jefe. Y como no hace
sombra a nadie, este muchacho pasará entre las ambiciones rivales mientras
éstas luchen entre sí. Me da usted pena. Me veo en usted como yo era antes, y
estoy seguro de que dentro de uno o dos años será usted como yo soy ahora.
Creerá que le doy estos amargos consejos por alguna secreta envidia o interés
personal, pero en realidad están dictados por la desesperación del condenado
que no puede abandonar ya el infierno. Nadie se atreve a decir lo que yo le
digo a gritos con todo el dolor del hombre herido en el corazón y que, como
otro Job sobre el estiércol, exclama: «¡Éstas son mis llagas!».
-Luchar en este campo o en otro,
tengo que luchar -dijo Lucien.
-¡Sépalo, pues! -prosiguió
Lousteau-. Esta lucha será sin tregua si tiene talento, pues su mayor suerte
sería no tenerlo. La inflexibilidad de su conciencia hoy pura se doblegará ante
aquellos que tengan su éxito en sus manos, que, con una sola palabra, pueden
darle la vida y que no querrán decirla; pues, créame, el escritor de moda es
más insolente y duro con los que empiezan de lo que pueda serlo el más brutal
de los editores. Allí donde el editor no ve más que pérdidas, el escritor teme
a un rival: el uno no le recibe y el otro le aplasta. Para escribir grandes
obras, mi pobre amigo, sacará de su corazón, untando generosamente su pluma de
tinta, la ternura, la savia, la energía, y las transformará en pasiones,
sentimientos y frases. Sí, escribirá en vez de actuar, cantará en vez de
luchar, amará, odiará y vivirá en sus libros; pero cuando haya reservado sus
riquezas para su estilo, su oro, su púrpura para sus personajes, cuando se
pasee cubierto de harapos por las calles de París, feliz por haber creado,
rivalizando con el registro civil, un ser llamado Adolphe, Corinne, Clarisse o
Manon, cuando haya echado a perder su vida y su estómago para dar vida a esta
creación, la verá calumniada, traicionada, vendida, condenada a las lagunas del
olvido por los periodistas, enterrada por sus mejores amigos. ¿Será capaz de
esperar al día en que su creación resurja vivificada? ¿Y por quién?, ¿cuándo?,
¿cómo? Existe un magnífico libro, el pianto de la incredulidad, Obermann, que
se pasea solitario por los almacenes desiertos, y al que desde entonces los
libreros llaman irónicamente una maula: ¿cuándo llegará la Pascua para él?
¡Imposible saberlo! Ante todo, trate de encontrar un editor lo suficientemente
atrevido como para publicar Las margaritas. No se trata de que se lo pague,
sino de que lo publique. Entonces verá escenas curiosas.
Esta dura perorata, pronunciada con
los distintos acentos de las pasiones que expresaba, cayó como un alud de nieve
sobre el corazón de Lucien, helándoselo. Permaneció de pie y silencioso durante
unos momentos. Finalmente su corazón, como estimulado por la terrible poesía de
las dificultades, estalló. Lucien estrechó la mano de Lousteau y le dijo.
-¡Triunfaré!
-Bien -dijo el periodista-, un
cristiano más que baja a la arena para ofrecerse en sacrificio a las fieras.
Querido amigo, esta noche hay un estreno en el Panorama-Dramatique, no
comenzará hasta las ocho, y no son más que las seis, así que vaya a ponerse su
mejor traje, en fin, arréglese convenientemente. Pase a recogerme. Vivo en la
rue de La Harpe, encima del Café Servel, en el cuarto piso. Primero pasaremos
por casa de Dauriat. Persiste, ¿no es así? Pues bien, esta noche haré que
conozca a uno de los reyes de la edición y a algunos periodistas. Después del
espectáculo cenaremos en casa de mi querida con algunos amigos, pues no se
puede decir que hayamos comido. Allí conocerá a Finot, el redactor jefe y
propietario de mi periódico. ¿Conoce la frase de Minerre del vodevil: El tiempo
es un gran flaco? Pues bien, para nosotros el azar también es un gran flaco, y
hay que tentar la suerte.
-Nunca olvidaré este día -dijo
Lucien.