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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

El discurso de las ilusiones perdidas


Honoré de Balzac (1759), escritor francés y autor de La Comedia Humana,
un conjunto de 80 libros que refleja las diferentes caras del ser humano en la primera mitad del siglo XIX.


Mi pobre amigo, yo llegué como usted, con el corazón lleno de ilusiones, movido por el amor al Arte, llevado por impulsos invencibles hacia la gloria; me he encontrado con las realidades del oficio, las dificultades del mundo de la edición y la cara amarga de la miseria. Mi exaltación, ahora contenida, y mi primera efervescencia me ocultaban cómo funciona el mundo; me ha sido preciso verlo, toparme con todos los engranajes, herirme con los pivotes, mancharme de grasa, oír el ruido de las cadenas y de las ruedas. Y lo mismo que yo, también usted llegará a saber que, debajo de todas esas hermosas cosas soñadas, se agitan hombres, pasiones y necesidades. Se verá mezclado forzosamente en luchas horribles, de obra contra obra, de hombre contra hombre, de partido contra partido, en las que hay que batirse sistemáticamente para no verse uno abandonado por los suyos. Estos innobles combates desencantan el alma, depravan el corazón y producen un cansancio sin provecho alguno; pues a menudo nuestros esfuerzos sirven para hacer coronar a un hombre al que se detesta, un talento de segundo orden, presentado, a pesar nuestro, corno un genio. La vida literaria tiene sus entre bastidores. Los éxitos injustificados o merecidos, esto es lo que aplaude la galería; los medios para conseguirlo, siempre repulsivos, los comparsas emperifollados, la claque y los mozos de turno, esto es lo que ocultan los entre bastidores. Está usted aún en el patio de butacas. Está todavía a tiempo, desista antes de poner un pie en el primer escalón del trono que tantas ambiciones se disputan y no se deshonre como lo hago yo para vivir. -Una lágrima asomó a los ojos de Étienne Lousteau-. 
¿Sabe cómo vivo? -prosiguió con acento de rabia-. El poco dinero que pudo darme mi familia, no tardé mucho en gastármelo. Me encontraba sin recursos después de haberme sido aceptada una obra en el Théatre-Français. En el Théatre-Français, la protección de un príncipe o de un primer gentilhombre de cámara del rey no basta para obtener un turno preferente. Los actores no ceden más que ante aquellos que suponen una amenaza para su amor propio. Si cuenta usted con el poder de hacer decir que el primer actor tiene asma, que la primera actriz tiene una fístula donde usted quiera, que la soubrette caza las moscas al vuelo, se verá a la mañana siguiente en cartel. No sé si de aquí a dos años quien ahora le habla estará en condiciones de conseguir ese poder: para ello se necesitan demasiados amigos. Dónde, cómo y de qué manera ganarme el pan, fue una pregunta que me hice tan pronto como comencé a sentir los primeros zarpazos del hambre. Tras muchos intentos, tras haber escrito una novela anónima que Doguereau compró por doscientos francos, y con la que no ha ganado gran cosa, me convencí de que solamente el periodismo podría darme de comer. Pero ¿cómo entrar en esa casa de fieras? No le contaré todos los pasos ni mis solicitudes inútiles, ni los seis meses pasados como meritorio y oyendo decir que espantaba a los suscriptores, cuando en realidad conseguía nuevos. Pasemos por alto estas mezquindades. Hoy hago las reseñas, poco menos que gratis, de los teatros del bulevar en el periódico propiedad de Finot, ese gran muchacho que desayuna aún dos o tres veces al mes en el Café Voltaire (¡pero no vaya allí!). Finot es el redactor jefe. Yo vivo de vender las entradas que me regalan los directores de esos teatros para comprar mi benevolencia en el periódico, y los libros que los editores me mandan para que hable de ellos. En fin, trafico, una vez satisfecho Finot, con los tributos en especie que aporta la industria para la que, a favor o en contra, aquél me permite publicar artículos. Leau carminative, la Pâte des Sultanes, L'Huile céphalique, la Mixture brésilienne, pagan por un articulo satírico veinte o treinta francos. Me veo obligado a ladrarle al editor que da pocos ejemplares al periódico: el periódico se queda con dos, que vende Finot, y yo necesito vender otros dos. Aunque publique una obra maestra, al editor avaro en ejemplares lo destrozo. Es algo innoble, sí, pero yo, como otros cien, vivo de este oficio. Y no se crea que el mundo de la política es mucho mejor que este mundillo literario: en ambos reina la corrupción, se es corruptor o corrompido. Siempre que se trata de lanzar una obra de cierta importancia, el editor me paga ante el temor de verse atacado. Por ello mis ingresos están relacionados con los folletos. Cuando se hacen tiradas de miles de éstos, entonces el dinero entra a espuertas en mi bolsa e invito a mis amigos. Si no hay por medio ningún negocio editorial, entonces como en Flicoteaux. Las actrices pagan también los elogios, pero las más listas pagan las críticas, porque el silencio es lo que ellas más temen. Así una crítica, hecha para encontrar una réplica inmediata en otro periódico, se paga más y vale más que un simple elogio que se olvida al día siguiente. La polémica, mi querido amigo, es el pedestal de las celebridades. En este oficio de espadachín al servicio de las ideas y del prestigio industrial, gano cincuenta escudos al mes, puedo vender una novela por quinientos francos y comienzo a ser considerado un hombre temible. Cuando en vez de vivir en casa de Florine, a costa de un droguero que se da aires de milord, tenga una casa propia y trabaje en un gran periódico donde dirija un feuilleton, ese día, amigo mío, Florine se convertirá en una gran actriz; en cuanto a mí, aún no sé en qué me convertiré entonces, si en ministro u hombre honrado, todo es aún posible. -Alzó su cabeza humillada y lanzó hacia el follaje una mirada de desesperación acusadora y terrible-. ¡Y eso que tengo una hermosa tragedia aceptada! ¡Y entre mis papeles un poema condenado a no ver nunca la luz! ¡Y yo que era bueno! Tenía el corazón puro: mi amante es una actriz del Panorama-Dramatique, ¡yo que soñaba con bellos amores entre las mujeres más distinguidas del gran mundo! En una palabra, por un ejemplar que el editor niegue a mi periódico, hablo mal de una obra que a mí me gusta.             Lucien, conmovido hasta las lágrimas, apretó la mano de Étienne.
            
-Fuera del mundo literario -dijo el periodista levantándose y dirigiéndose hacia la gran alameda del Observatoire por donde los dos poetas se pasearon como para oxigenar sus pulmones-, no existe una sola persona que conozca la horrible odisea por la que se llega a lo que hay que llamar, según los entendidos, boga, moda, prestigio, renombre, celebridad, favor público, esos distintos escalones que conducen a la gloria y que no pueden nunca sustituirla. Este fenómeno moral, tan fascinante, se compone de mil accidentes que varían con tanta rapidez que no existe el ejemplo de dos hombres que hayan triunfado siguiendo el mismo camino. Canalis y Nathan son dos casos sin comparación entre sí y que no se repetirán. D'Arthez, que se mata a trabajar, se hará célebre, pero por otra vía. Esta reputación tan deseada es casi siempre una prostituta coronada. Sí, para las obras de ínfimo orden de la literatura, ella representa a la pobre buscona que se hiela en las esquinas; para la literatura de segundo orden es la mujer mantenida que sale de los lugares de mala nota del periodismo y para la que yo hago de rufián; y para la literatura de éxito es la brillante cortesana insolente, que posee casas, paga impuestos al Estado, recibe a los grandes señores, los trata y los maltrata, tiene su servidumbre, su carruaje y puede hacer esperar a sus ansiosos acreedores. ¡Ah!, aquéllos para quienes es, como para mí en otro tiempo y ahora para usted, un ángel con las alas desplegadas, revestido con su blanca túnica, mostrando una palma verde en una mano y una espada flamígera en la otra, participando a un tiempo de la abstracción mitológica que vive en el fondo de una sima y de la pobre muchacha virtuosa desterrada a un suburbio, sin otra riqueza que el brillo de su virtud lograda con noble valor y que retorna al cielo inmaculada, cuando no muere profanada, mancillada, violada y olvidada en el carro de los pobres; esos hombres de cerebro blindado de bronce, con los corazones aún calientes bajo las tumbas de nieve de la experiencia, son muy raros en el país que ve usted a nuestros pies -dijo señalando la gran ciudad que humeaba al morir el día.
            
Una fugaz visión del Cenáculo cruzó entonces ante los ojos de Lucien conmoviéndole, pero se vio arrastrado de nuevo por las palabras de Lousteau, quien prosiguió con su espantosa lamentación.
            
-Son raros y escasos en esta caldera de fermentación, raros como los verdaderos amantes en el mundo del amor, raros como las fortunas honradas en el mundo financiero, raros como un hombre puro en el periodismo. La experiencia del primero que me dijo lo que yo le digo ahora fue vana, como vana será sin duda la mía para usted. Siempre el mismo entusiasmo precipita cada año de la provincia hasta aquí a un número igual, por no decir creciente, de ambiciones imberbes, que se lanzan con la cabeza alta y el corazón altivo al asalto del gran mundo, esa especie de princesa Turandot de Los mil y un días de la que todos quieren ser el príncipe Calaf. Pero nadie es capaz de adivinar el enigma. Todos caen en el abismo de la desgracia, en el fango del periódico, en las ciénagas de la edición. Van mendigando por ahí unas voces para diccionarios biográficos, colaboraciones, artículos de crónica para los periódicos, o libros por encargo impuestos por esa lógica comercial que prefiere una tontería que se agota en quince días a una obra maestra que necesita tiempo para venderse. Estas orugas, aplastadas antes de convertirse en mariposas, viven de la vergüenza y de la infamia, dispuestas a morder o a elogiar a un talento naciente a una orden del bajá del Constitutionnel, de Le Quotidienne o de los Débats, a la señal de unos editores o al ruego de un colega envidioso, muchas veces por una simple comida. Los que superan los obstáculos olvidan la miseria de sus comienzos. Quien le habla ha escrito durante seis meses artículos en los que he puesto lo mejor de mi talento para un miserable que decía que eran suyos y que gracias a ellos ha llegado a ser redactor de un feuilleton: no me tomó como colaborador, y ni siquiera me dio un franco, y me veo obligado a darle la mano y a estrechar la suya.
            
-¿ Y por qué? -dijo indignado Lucien.
            
-Porque podría verme en la necesidad de insertar diez líneas en su suplemento -respondió fríamente Lousteau-. En fin, querido amigo, en literatura el secreto del éxito no radica en trabajar, sino en explotar el trabajo ajeno. Los propietarios de los periódicos son los contratistas de obras y nosotros somos sus peones. Por ello, cuanto más mediocre es un hombre, más rápidamente triunfa; puede tragarse sapos vivos, resignarse a todo, halagar las mezquinas y bajas pasiones de los sultanes literarios, como un recién llegado de Limoges, como Hector Merlin, que ya hace política en un periódico de centro derecha y trabaja en nuestro diario: yo le he visto recoger el sombrero que le cayó a un redactor jefe. Y como no hace sombra a nadie, este muchacho pasará entre las ambiciones rivales mientras éstas luchen entre sí. Me da usted pena. Me veo en usted como yo era antes, y estoy seguro de que dentro de uno o dos años será usted como yo soy ahora. Creerá que le doy estos amargos consejos por alguna secreta envidia o interés personal, pero en realidad están dictados por la desesperación del condenado que no puede abandonar ya el infierno. Nadie se atreve a decir lo que yo le digo a gritos con todo el dolor del hombre herido en el corazón y que, como otro Job sobre el estiércol, exclama: «¡Éstas son mis llagas!».
            
-Luchar en este campo o en otro, tengo que luchar -dijo Lucien.
            
-¡Sépalo, pues! -prosiguió Lousteau-. Esta lucha será sin tregua si tiene talento, pues su mayor suerte sería no tenerlo. La inflexibilidad de su conciencia hoy pura se doblegará ante aquellos que tengan su éxito en sus manos, que, con una sola palabra, pueden darle la vida y que no querrán decirla; pues, créame, el escritor de moda es más insolente y duro con los que empiezan de lo que pueda serlo el más brutal de los editores. Allí donde el editor no ve más que pérdidas, el escritor teme a un rival: el uno no le recibe y el otro le aplasta. Para escribir grandes obras, mi pobre amigo, sacará de su corazón, untando generosamente su pluma de tinta, la ternura, la savia, la energía, y las transformará en pasiones, sentimientos y frases. Sí, escribirá en vez de actuar, cantará en vez de luchar, amará, odiará y vivirá en sus libros; pero cuando haya reservado sus riquezas para su estilo, su oro, su púrpura para sus personajes, cuando se pasee cubierto de harapos por las calles de París, feliz por haber creado, rivalizando con el registro civil, un ser llamado Adolphe, Corinne, Clarisse o Manon, cuando haya echado a perder su vida y su estómago para dar vida a esta creación, la verá calumniada, traicionada, vendida, condenada a las lagunas del olvido por los periodistas, enterrada por sus mejores amigos. ¿Será capaz de esperar al día en que su creación resurja vivificada? ¿Y por quién?, ¿cuándo?, ¿cómo? Existe un magnífico libro, el pianto de la incredulidad, Obermann, que se pasea solitario por los almacenes desiertos, y al que desde entonces los libreros llaman irónicamente una maula: ¿cuándo llegará la Pascua para él? ¡Imposible saberlo! Ante todo, trate de encontrar un editor lo suficientemente atrevido como para publicar Las margaritas. No se trata de que se lo pague, sino de que lo publique. Entonces verá escenas curiosas.
            Esta dura perorata, pronunciada con los distintos acentos de las pasiones que expresaba, cayó como un alud de nieve sobre el corazón de Lucien, helándoselo. Permaneció de pie y silencioso durante unos momentos. Finalmente su corazón, como estimulado por la terrible poesía de las dificultades, estalló. Lucien estrechó la mano de Lousteau y le dijo.
            
-¡Triunfaré!
            
-Bien -dijo el periodista-, un cristiano más que baja a la arena para ofrecerse en sacrificio a las fieras. Querido amigo, esta noche hay un estreno en el Panorama-Dramatique, no comenzará hasta las ocho, y no son más que las seis, así que vaya a ponerse su mejor traje, en fin, arréglese convenientemente. Pase a recogerme. Vivo en la rue de La Harpe, encima del Café Servel, en el cuarto piso. Primero pasaremos por casa de Dauriat. Persiste, ¿no es así? Pues bien, esta noche haré que conozca a uno de los reyes de la edición y a algunos periodistas. Después del espectáculo cenaremos en casa de mi querida con algunos amigos, pues no se puede decir que hayamos comido. Allí conocerá a Finot, el redactor jefe y propietario de mi periódico. ¿Conoce la frase de Minerre del vodevil: El tiempo es un gran flaco? Pues bien, para nosotros el azar también es un gran flaco, y hay que tentar la suerte.
            
-Nunca olvidaré este día -dijo Lucien.

Págs. 262-269. Las ilusiones perdidas (1836-43). Honoré de Balzac. Mondadori.