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Aquí encontrarás una selección accidental de textos literarios pertenecientes a obras clásicas de la Literatura universal. Sin otro criterio que el gusto y el azar seguidos por el profesor de Lengua Rafael Bermúdez Ortiz, el alumnado tiene la oportunidad de acercarse a algunos de los títulos y autores más célebres del canon literario occidental mediante este catálogo de citas, páginas y recortes. Ojalá disfruten tanto como el autor de su lectura.

La telebasura según Ignatius


Ilustración de Miguel Brieva

La señora Reilly llenó hasta la mitad dos tazas de un café frío espeso y añadió leche hirviendo llenando las tazas hasta el borde.
            
-A Ignatius le encantan los buñuelos. Me dice «Mamá, me encantan los buñuelos» -la señora Reilly sorbió un poco en el borde e la taza. Y añadió-: Está ahí en la sala viendo la tele. Todas las tardes, no falla, ve ese programa en que bailan los niños.
            
La música se oía algo menos en la cocina. El patrullero Mancuso se imaginó la gorra verde de cazador bañada por el brillo blanquiazul de la pantalla de televisión.
            
-No le gusta nada el programa, pero no se lo pierde nunca. Tendría que oír usted lo que dice de esos pobres chicos.
            
-Hablé esta mañana con ese hombre -dijo el patrullero Mancuso, esperando que la señora Reilly hubiera agotado el tema de su hijo.
           
-¿Sí? -echó tres cucharadas de azúcar en su café y, sujetando la cuchara en su café en la taza con el pulgar de modo que el mango amenazaba con atravesarle el ojo, sorbió un poco más-. ¿Qué dijo, querido?
            
-Le expliqué  que había investigado el accidente y que usted patinó en la calle, que estaba mojada.
            
-Eso suena bien. ¿Y qué dijo él?
            
-Dijo que no quería recurrir al juzgado. Que prefería llegar a un acuerdo.
            
-¡Oh, Dios santo! -aulló Ignatius desde la parte delantera de la casa-. ¡Qué ofensa atroz al buen gusto!

          
-No le haga caso -aconsejó la señora Reilly al sorprendido policía-. Cuando ve la televisión, siempre hace lo mismo. Un «acuerdo». Eso significa que quiere dinero, ¿no?
            
-Se ha buscado incluso a un contratista para valorar los daños. Mire, éste es el presupuesto.
            
La señora Reilly cogió el papel y leyó la columna mecanografiada de cifras detalladas que había bajo el membrete del contratista:
           
-¡Señor! ¡Mil veinte dólares! Es terrible. ¿Cómo voy a pagar yo eso? -dejó caer el presupuesto sobre el hule-. ¿Está usted seguro de que es correcto?
            
-Sí-, señora. Pidió también consejo a un abogado. Es todo absolutamente legal.
            
-¿Pero de dónde voy a sacar yo mil dólares! Lo único que Ignatius y yo tenemos es lo de la seguridad social de mi pobre esposo y una pensioncita pequeñísima; y eso no da para nada.
           
-¿Cómo puedo creer en esta absoluta perversión que estoy contemplando? -siguió Ignatius desde el salón.  La música tenía un ritmo frenético y tribal. Un coro de falsettos cantó insinuante una letra que hablaba de una velada de amor de toda una noche.
            
-Lo siento -dijo el patrullero Mancuso, con el corazón casi destrozado, ante el dilema financiero de la señora Reilly.
            
-Bueno, no tiene usted la culpa, querido -dijo ella lúgubremente-. Quizá pueda conseguir una hipoteca sobre esta casa. No hay otra salida, ¿verdad?
            
-No, señora, no -contestó el patrullero Mancuso, oyendo una especie de estampida cada vez más próxima.
            
-A los niños de ese programa... habría que gasearlos a todos -dijo Ignatius irrumpiendo en la cocina en camisón. Al darse cuenta de que había visita, dijo fríamente-: Oh.
            
-Ignatius, ya conoces al señor Mancuso. Salúdale.
            
-Creo que le he visto por ahí, sí -dijo Ignatius y miró por la puerta trasera.
            
El patrullero Mancuso estaba demasiado sobrecogido por el monstruoso camisón de franela como para corresponder al cumplido de Ignatius.
            
-Ignatius, cariño, aquel hombre quiere mil dólares por lo que hice en su casa.
            
-¿Mil dólares? No recibirá ni un céntimo. Le demandaremos inmediatamente. Ponte al habla con nuestros abogados, madre.
            
-¿Nuestros abogados? Ha pedido un presupuesto a un contratista. El señor Mancuso dice que no hay nada que hacer. -Bueno. Entonces tendremos que pagarle.
            
-Podría llevar el asunto a los tribunales si crees que es mejor.
            
-Conducir en estado de embriaguez -dijo plácidamente Ignatius-. No tienes nada que hacer.
            
La señora Reilly parecía deprimida.
            
-Pero Ignatius, son mil dólares ¿te das cuenta?
            
-Estoy seguro de que puedes conseguir algo de dinero -le dijo-. ¿Hay más café, o le has dado el que quedaba a esta máscara de carnaval?
           
-Podernos hipotecar la casa.
            
-¿Hipotecar la casa? Por supuesto que no, ni hablar.
            
-¿Y qué otra cosa podemos hacer, Ignatius?
            
-Hay medios -dijo Ignatius, con aire ausente-. No quiero que me molestes con ese asunto. Ese programa exacerba siempre mi angustia -olisqueó la leche antes de echarla en la cacerola-. Creo que deberías telefonear de inmediato a esa lechería. Esta leche es viejísima.
            
-Puedo conseguir mil dólares -dijo quedamente la señora Reilly al silencioso patrullero-. La casa es una buena garantía. El año pasado un agente de la propiedad inmobiliaria me ofreció siete mil.
            
-Lo irónico de ese programa -decía Ignatius junto a la cocina, ojo avizor para poder retirar la cacerola en cuanto la leche empezara a hervir- es que teóricamente pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me gustaría muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores sí pudieran ver cómo corrompen a esos niños en pro de la causa de Clearasil! Sin embargo, Siempre he sospechado que la democracia llevaría a esto.
            
Por fin, se sirvió cuidadosamente la leche en su tazón Shirley Temple, mientras añadía:
            
-Habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.
            
-Tendré que pasarme mañana a por el crédito hipotecario, Ignatius.
            
- No trataremos con esos usureros, madre -Ignatius andaba rebuscando en un tarro de pastas-. Ya saldrá algo.
           
- Ignatius, cariño, pueden meterme en la cárcel.
           
- Oh, vamos. Si vas a montar una de tus escenas histéricas tendré que volver a la sala. En realidad, creo que es lo que voy a hacer.
            
Y se encaminó de nuevo en dirección a la música, las chancletas resonando sonoras en las plantas de sus pies inmensos.
            
- ¿Qué voy a hacer con un chico como éste? -preguntó con tristeza la señora Reilly al patrullero Mancuso-. No se preocupa por su pobre madre querida. A veces, pienso que a Ignatius no le importaría que me metieran en la cárcel. Este chico tiene un corazón de hielo.
            
[...] - ¡Oh, cielo santo! -gritó una voz desde la sala-. Esas chicas ya son prostitutas, no hay duda. ¿Cómo pueden ofrecer semejantes horrores al público? [...] Esto es totalmente absurdo -dijo Ignatius, y se fue chancleteando-. Me voy a mi habitación.
            
Cerró la puerta de su cuarto de un portazo y cogió del suelo una libreta Gran Jefe. Luego, se echó de nuevo en la cama, entre las almohadas, y empezó a garrapatear en una página amarillenta. Tras casi treinta minutos de tirarse del pelo y morder el lápiz, empezó a componer un párrafo.
            
Si Rosvita estuviera hoy con nosotros, recurriríamos todos a ella buscando consejo y guía. Desde la austeridad y la tranquilidad de su mundo medieval, la mirada penetrante de esta sibila legendaria, esta monja santa, exorcizaría los horrores que se materializan ante nuestros ojos en eso que llamamos televisión. Si pudiéramos conectar un globo ocular de esta santa mujer con el aparato de televisión, qué fantasmagórica explosión de electrodos se produciría. Las imágenes de esos niños lascivamente giratorios se desintegrarían en infinidad de iones y moléculas, produciéndose con ello la catarsis que la tragedia de la corrupción de los inocentes inevitablemente exige.


Págs. 49 a 55 (fragmentos). La conjura de los necios (1962). John Kennedy Toole. Anagrama