-A Ignatius
le encantan los buñuelos. Me dice «Mamá, me encantan los buñuelos» -la señora
Reilly sorbió un poco en el borde e la taza. Y añadió-: Está ahí en la sala
viendo la tele. Todas las tardes, no falla, ve ese programa en que bailan los
niños.
La música
se oía algo menos en la cocina. El patrullero Mancuso se imaginó la gorra verde
de cazador bañada por el brillo blanquiazul de la pantalla de televisión.
-No le
gusta nada el programa, pero no se lo pierde nunca. Tendría que oír usted lo
que dice de esos pobres chicos.
-Hablé esta
mañana con ese hombre -dijo el patrullero Mancuso, esperando que la señora
Reilly hubiera agotado el tema de su hijo.
-¿Sí? -echó
tres cucharadas de azúcar en su café y, sujetando la cuchara en su café en la
taza con el pulgar de modo que el mango amenazaba con atravesarle el ojo,
sorbió un poco más-. ¿Qué dijo, querido?
-Le
expliqué que había investigado el
accidente y que usted patinó en la calle, que estaba mojada.
-Eso suena
bien. ¿Y qué dijo él?
-Dijo que no
quería recurrir al juzgado. Que prefería llegar a un acuerdo.
-¡Oh, Dios
santo! -aulló Ignatius desde la parte delantera de la casa-. ¡Qué ofensa atroz
al buen gusto!
-No le haga
caso -aconsejó la señora Reilly al sorprendido policía-. Cuando ve la
televisión, siempre hace lo mismo. Un «acuerdo». Eso significa que quiere dinero,
¿no?
-Se ha
buscado incluso a un contratista para valorar los daños. Mire, éste es el
presupuesto.
La señora
Reilly cogió el papel y leyó la columna mecanografiada de cifras detalladas que
había bajo el membrete del contratista:
-¡Señor! ¡Mil
veinte dólares! Es terrible. ¿Cómo voy a pagar yo eso? -dejó caer el
presupuesto sobre el hule-. ¿Está usted seguro de que es correcto?
-Sí-,
señora. Pidió también consejo a un abogado. Es todo absolutamente legal.
-¿Pero de
dónde voy a sacar yo mil dólares! Lo único que Ignatius y yo tenemos es lo de
la seguridad social de mi pobre esposo y una pensioncita pequeñísima; y eso no da
para nada.
-¿Cómo
puedo creer en esta absoluta perversión que estoy contemplando? -siguió
Ignatius desde el salón. La música tenía
un ritmo frenético y tribal. Un coro de falsettos cantó insinuante una letra
que hablaba de una velada de amor de toda una noche.
-Lo siento
-dijo el patrullero Mancuso, con el corazón casi destrozado, ante el dilema
financiero de la señora Reilly.
-Bueno, no
tiene usted la culpa, querido -dijo ella lúgubremente-. Quizá pueda conseguir
una hipoteca sobre esta casa. No hay otra salida, ¿verdad?
-No,
señora, no -contestó el patrullero Mancuso, oyendo una especie de estampida
cada vez más próxima.
-A los
niños de ese programa... habría que gasearlos a todos -dijo Ignatius
irrumpiendo en la cocina en camisón. Al darse cuenta de que había visita, dijo
fríamente-: Oh.
-Ignatius,
ya conoces al señor Mancuso. Salúdale.
-Creo que
le he visto por ahí, sí -dijo Ignatius y miró por la puerta trasera.
El
patrullero Mancuso estaba demasiado sobrecogido por el monstruoso camisón de
franela como para corresponder al cumplido de Ignatius.
-Ignatius,
cariño, aquel hombre quiere mil dólares por lo que hice en su casa.
-¿Mil dólares?
No recibirá ni un céntimo. Le demandaremos inmediatamente. Ponte al habla con
nuestros abogados, madre.
-¿Nuestros
abogados? Ha pedido un presupuesto a un contratista. El señor Mancuso dice que
no hay nada que hacer. -Bueno. Entonces tendremos que pagarle.
-Podría
llevar el asunto a los tribunales si crees que es mejor.
-Conducir
en estado de embriaguez -dijo plácidamente Ignatius-. No tienes nada que hacer.
La señora
Reilly parecía deprimida.
-Pero
Ignatius, son mil dólares ¿te das cuenta?
-Estoy
seguro de que puedes conseguir algo de dinero -le dijo-. ¿Hay más café, o le
has dado el que quedaba a esta máscara de carnaval?
-Podernos
hipotecar la casa.
-¿Hipotecar
la casa? Por supuesto que no, ni hablar.
-¿Y qué
otra cosa podemos hacer, Ignatius?
-Hay medios
-dijo Ignatius, con aire ausente-. No quiero que me molestes con ese asunto.
Ese programa exacerba siempre mi angustia -olisqueó la leche antes de echarla
en la cacerola-. Creo que deberías telefonear de inmediato a esa lechería. Esta
leche es viejísima.
-Puedo
conseguir mil dólares -dijo quedamente la señora Reilly al silencioso
patrullero-. La casa es una buena garantía. El año pasado un agente de la
propiedad inmobiliaria me ofreció siete mil.
-Lo irónico
de ese programa -decía Ignatius junto a la cocina, ojo avizor para poder
retirar la cacerola en cuanto la leche empezara a hervir- es que teóricamente
pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me gustaría
muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores sí pudieran ver cómo
corrompen a esos niños en pro de la causa de Clearasil! Sin embargo, Siempre he
sospechado que la democracia llevaría a esto.
Por fin, se
sirvió cuidadosamente la leche en su tazón Shirley Temple, mientras añadía:
-Habría que
imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí
mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto
y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.
-Tendré que
pasarme mañana a por el crédito hipotecario, Ignatius.
- No
trataremos con esos usureros, madre -Ignatius andaba rebuscando en un tarro de
pastas-. Ya saldrá algo.
- Ignatius,
cariño, pueden meterme en la cárcel.
- Oh,
vamos. Si vas a montar una de tus escenas histéricas tendré que volver a la
sala. En realidad, creo que es lo que voy a hacer.
Y se
encaminó de nuevo en dirección a la música, las chancletas resonando sonoras en
las plantas de sus pies inmensos.
- ¿Qué voy
a hacer con un chico como éste? -preguntó con tristeza la señora Reilly al
patrullero Mancuso-. No se preocupa por su pobre madre querida. A veces, pienso
que a Ignatius no le importaría que me metieran en la cárcel. Este chico tiene
un corazón de hielo.
[...] -
¡Oh, cielo santo! -gritó una voz desde la sala-. Esas chicas ya son
prostitutas, no hay duda. ¿Cómo pueden ofrecer semejantes horrores al público?
[...] Esto es totalmente absurdo -dijo Ignatius, y se fue chancleteando-. Me
voy a mi habitación.
Cerró la
puerta de su cuarto de un portazo y cogió del suelo una libreta Gran Jefe.
Luego, se echó de nuevo en la cama, entre las almohadas, y empezó a garrapatear
en una página amarillenta. Tras casi treinta minutos de tirarse del pelo y
morder el lápiz, empezó a componer un párrafo.
Si Rosvita
estuviera hoy con nosotros, recurriríamos todos a ella buscando consejo y guía.
Desde la austeridad y la tranquilidad de su mundo medieval, la mirada
penetrante de esta sibila legendaria, esta monja santa, exorcizaría los
horrores que se materializan ante nuestros ojos en eso que llamamos televisión.
Si pudiéramos conectar un globo ocular de esta santa mujer con el aparato de
televisión, qué fantasmagórica explosión de electrodos se produciría. Las
imágenes de esos niños lascivamente giratorios se desintegrarían en infinidad
de iones y moléculas, produciéndose con ello la catarsis que la tragedia de la
corrupción de los inocentes inevitablemente exige.
Págs. 49 a 55 (fragmentos). La conjura de los necios (1962).
John Kennedy Toole. Anagrama