Fotograma de Fanny y Alexander (1982), film de Ingmar Bergman basado en sus recuerdos de infancia. |
(...)
Yo viví lo mejor de mi infancia en casa de mi abuela. Me trataba con áspera
ternura e intuitiva comprensión. Habíamos creado, entre otras cosas, un ritual
que ella jamás traicionó. Antes de la cena nos sentábamos en su sofá verde.
Allí «dialogábamos» durante una hora más o menos. Abuela hablaba del Mundo, de
la Vida y también de la Muerte (que ocupaba bastante mis pensamientos). Quería
saber lo que yo pensaba, me escuchaba atentamente, se saltaba mis pequeñas
mentiras o las apartaba con amable ironía. Me dejaba hablar como una persona
auténtica, completamente real, sin disfraces.
Nuestros «diálogos» están siempre envueltos en atardecer, confianza, noche invernal.
Nuestros «diálogos» están siempre envueltos en atardecer, confianza, noche invernal.
Abuela tenía además una característica
encantadora. Le gustaba mucho ir al cine y si la película era tolerada para
menores (lo que se anunciaba los lunes junto con la cartelera en la tercera
página del periódico Upsala Nya Tidningen) no hacía falta esperar hasta el
sábado o el domingo para ir al cine. Sólo una nube empañaba nuestra alegría.
Abuela tenía unos chanclos de goma horribles, y no le gustaban las escenas de
amor que a mí, por el contrario, me parecían maravillosas. Cuando los
protagonistas manifestaban sus sentimientos demasiado rato y con demasiado
afán, los chanclos de mi abuela empezaban a rechinar. Era un ruido espantoso
que llenaba todo el cine.
Leíamos en voz alta, nos contábamos
historias inventadas, las historias de fantasmas y otros horrores se encontraban
entre nuestras preferidas; también dibujábamos monigotes que eran como una
especie de tebeos. Uno de los dos empezaba dibujando algo. El otro continuaba
con el dibujo siguiente tratando de desarrollar la historia. A veces dibujábamos
varios días seguidos, llegábamos a tener cuarenta o cincuenta dibujos. Entre un
cuadro y otro escribíamos textos explicativos.
Los hábitos y las rutinas de la vida
en casa de mi abuela eran espartanos. Nos levantábamos cuando se encendían las
estufas. Eran las siete. Friegas en un baño de latón lleno de agua helada,
desayuno a base de gachas de avena y un bocadillo de pan galleta. Oraciones de
la mañana. Después a la calle hiciera el tiempo que hiciera. Paseo estudiando las
carteleras de los cines: el Skandia, el Fyris, el Roda Kvarz, el Slotts, el
Edda. Cena a las cinco en punto. Sacábamos los viejos juguetes de cuando el tío
Ernst era niño. Lectura en voz alta. Las oraciones de la noche. La campana
Gunilla da las campanadas de las horas. A las nueve es de noche.
Estar tumbado en el puf escuchando
el silencio. Ver la luz de la farola de la calle proyectar luces y sombras en
el techo. Cuando la tormenta de nieve se desencadena sobre la llanura de
Upsala, la farola se mueve, las sombras se retuercen; en la chimenea se oyen
ruidos y silbidos.
Los domingos cenábamos a las cuatro.
Venía tía Lotten que vivía en una residencia para misioneras ancianas y había sido
compañera de mi abuela en el instituto, donde fueron unas de las primeras
chicas del país que hicieron el bachillerato. Tía Lotten había ido de misionera
a China, donde perdió su belleza, sus dientes y un ojo.
Abuela sabe que a mí, tía Lotten me
parece repugnante, pero considera que debo endurecerme. Por eso me coloca al
lado de tía Lotten en las cenas dominicales. Yo puedo verle la nariz peluda, en
cuyos orificios hay siempre un moco amarillo verdoso. Además huele a orines
secos. La dentadura postiza repiquetea cuando habla, acerca mucho la cara al
plato y sorbe al comer. De su barriga sube a veces un gruñido sordo.
Esta aborrecible persona posee un
tesoro. Después de la cena y el café, desempaqueta un teatro (tuvo que haber
sido muy hábil: manipulaba varias figuras al mismo tiempo y hacía todos los
papeles; de repente, la pantalla se teñía de rojo o de azul, surgía un demonio
del rojo o se perfilaba una tenue luna en el azul, de pronto todo era verde y
en las profundidades del mar se movían peces extraños).
Págs.
31-33. Linterna mágica. Memorias (1987). Ingmar Bergman. Tusquets.