Escena de Fanny y Alexander (1982), película autobiográfica dirigida por Ingmar Bergman. |
La
Navidad era una explosión de regocijo. Mi madre dirigía la fiesta con mano
firme. Tuvo que haber habido una considerable organización detrás de aquella
orgía de hospitalidad, comidas, parientes que llegaban, regalos y ceremonias
religiosas.
Después del desayuno íbamos todos a la cama a dormir unas horas. La organización interna tuvo que haber seguido funcionando ya que a las dos en punto de la tarde, justo al anochecer, se servía el café. La casa estaba abierta para todos los que querían desear Felices Pascuas en la rectoría. Algunos de los amigos eran músicos de profesión y en las festividades de la tarde solía haber un concierto improvisado. Y así se iba acercando el cenit pantagruélico del día de Navidad, que era la cena. Tenía lugar en la amplia cocina donde provisionalmente se había suprimido el rango social. La comida estaba en la mesa y en los bancos del fregadero cubiertos con manteles. Los regalos se repartían en la mesa del comedor. Se traían los cestos, mi padre oficiaba provisto de un puro y una copa de licor, se entregaban los paquetes, se leían versos, se aplaudían y comentaban: no había regalo sin versos.
Y ahora viene lo del cinematógrafo.
Fue a mi hermano a quien se lo dieron.
Yo empecé inmediatamente a aullar, fui
reprendido, desaparecí debajo de la mesa donde seguí gritando, me dijeron que hiciera
el favor de callarme, me fui corriendo al cuarto jurando y maldiciendo, pensé
escaparme de casa y, finalmente, me dormí de tristeza.
La fiesta siguió su curso.
Desperté ya entrada la noche. Abajo,
Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una
lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores
brillaba tenuemente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los
demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada,
su lente circundada por latón delicadamente trabajado y su soporte para los
rollos de película.
Tomé una decisión rápida, desperté a
mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio
del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado
en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los
dos.
El cinematógrafo era mío.
No era una máquina complicada. La
luz procedía de una lámpara de queroseno y la manivela estaba unida a una rueda
dentada y a una cruz de Malta. En el lado posterior de la caja de hojalata
había un sencillo espejo reflector. Detrás de la lente había un soporte para
transparencias coloreadas. Con el aparato venía también una caja cuadrada de
color violeta. Contenía unas cuantas transparencias de vidrio y una película de
35 mm. de color sepia. Medía unos tres metros y estaba pegada formando una
cinta sin fin. En la tapa venía el título de la película: Frau Holle. Nadie
sabía quién era la tal Frau Holle, pero con el tiempo se aclaró que era el
equivalente popular a la diosa del amor de los países mediterráneos.
A la mañana siguiente me retiré al
amplio ropero de nuestro cuarto, coloqué el cinematógrafo sobre un cajón,
encendí la lámpara y dirigí la luz hacia la blanca pared. Después lo cargué con
la película.
En la pared apareció la imagen de una pradera. En la pradera dormitaba una joven vestida con lo que parecía un traje regional. Al mover la manivela -esto no se puede explicar, no puedo poner en palabras mi excitación; puedo, en cualquier momento, rememorar el olor del metal caliente, el olor a polvo y alcanfor del ropero, la manivela en mi mano, el tembloroso rectángulo de la pared.
Yo movía la manivela y la joven se
despertaba, se sentaba, se levantaba lentamente, estiraba los brazos, daba una
vuelta y desaparecía por la derecha. Si seguía dando a la manivela, la chica
volvía a estar en la pradera y luego repetía exactamente los mismos movimientos.
Se movía.
Págs.
23-25. La linterna mágica (1987). Ingmar Bergman. Tusquets.