El triunfo de la Muerte (1562), de Peter Brueghel. |
La palabra
«peste» acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la
narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al
narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que,
con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de
nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es
difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido
en el mundo tantas pestes como guerra y, sin embargo, pestes y guerras cogen a
las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo
estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto
hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la
confianza. Cuando estalla una guerra, las gentes se dicen: «Esto no puede
durar, es demasiado estúpido», Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado
estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre; uno se daría
cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a
este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro
modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la
medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un
mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal
sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque
no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que
otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo
era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran
imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo
opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir,
los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.
Incluso después de haber reconocido el
doctor Rieux de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes
acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal
para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que
es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no
había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento
ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en su memoria todo lo
que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se
decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había
causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de
muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto.
Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto;
cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que
humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de Constantinopla, que según
Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco
veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las
gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y
hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además, habría que poner
algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero, naturalmente,
esto es imposible de realizar y, además, ¿quién conoce diez mil caras?
Págs.
38 y 39. La peste (1947). Albert Camus. El Mundo.