¡Cuántas cosas acaban en este mundo como los amores de mi
tía!, ¡tururú!
Mi abuela
confiaba a su hermana los quehaceres de la casa. Comía a las once de la mañana,
hacía la siesta; a la una se despertaba; la llevaban a las terrazas inferiores
del jardín, bajo los sauces de la fuente, donde hacía calceta, rodeada de su
hermana, de sus hijos y nietos. En aquel tiempo, la vejez era una dignidad; hoy
es una carga. A las cuatro, volvían a llevar a mi abuela a su salón; Pierre, el
criado, preparaba una mesa de juego; mademoiselle de Boisteilleul golpeaba las
tenazas contra la plancha de la chimenea, e instantes después se veía entrar a
otras tres viejas solteronas que salían de la casa vecina a la llamada de mi
tía. Estas tres hermanas eran conocidas como las señoritas Vildéneux; hijas de
un noble empobrecido, en vez de repartirse su exigua herencia, habían optado
por disfrutarla en común, sin haberse separado nunca ni haber salido jamás de
su pueblo natal. Unidas desde su infancia a mi abuela, vivían puerta con puerta
e iban todos los días, a la señal convenida de la chimenea, a echar la partida
de cuatrillo con su amiga. Apenas comenzado el juego, las buenas señoras se
peleaban: éste era el único acontecimiento de sus vidas, el único momento en
que su humor invariable se veía alterado. La cena, a las ocho, traía de nuevo
la serenidad. Mi tío De Bedée, con su hijo y sus tres hijas, asistía a menudo a
la cena de la abuela. Ésta contaba mil historias de los viejos tiempos; mi tío,
a su vez, relataba la batalla de Fontenoy, en la que había tomado parte, y
ponía el broche final a sus jactancias con historias un tanto subidas de tono
que hacían morirse de risa a las honestas señoritas. A las nueve, una vez terminada
la cena, entraban los criados; se arrodillaban, y mademoiselle de Boisteilleul
decía la plegaria en voz alta. A las diez, todos en la casa dormían, a
excepción de mi abuela, que le pedía a su doncella que le leyera hasta la una
de la noche.
Esta
sociedad, la primera que me fue dado observar en mi vida, fue también la
primera que vi desaparecer. Vi entrar la muerte bajo este techo de paz y de
bendición, volviéndolo poco a poco solitario, cerrar una habitación y luego
otra que ya no volvía a abrirse. He visto a mi abuela obligada a renunciar a su
cuatrillo, a falta de su compañía habitual; he visto disminuir el número de
esas fieles amigas, hasta el día en que mi abuela fue la última en caer. Ella y
su hermana se habían prometido reunirse en cuanto una de ellas se adelantara a
la otra; cumplieron su palabra, y madame de Bedée no sobrevivió más que unos
meses a mademoiselle de Boisteilleul. Quizá soy el único hombre en el mundo que
sabe que estas personas han existido. Veinte veces, desde esa época, he
observado lo mismo; veinte veces se han formado y disuelto círculos sociales a
mi la rededor. Esta imposible duración y prolongación de las relaciones
humanas, este profundo olvido que nos sigue, este invencible silencio que se
apodera de nuestra tumba y se extiende más allá de nuestra casa me recuerdan
sin cesar la necesidad de aislamiento. Cualquier mano es buena para darnos el
vaso de agua que podemos necesitar en la fiebre de la muerte. ¡Ah, quiera el
cielo que no sea una mano demasiado querida para nosotros!, pues, ¿cómo
abandonar sin desesperación la mano que se ha cubierto de besos y que se
querría tener eternamente sobre el propio corazón?
Págs. 34-36. Memorias de ultratumba (1848). Chateubriand.
Editorial Acantilado