A mi familia se le había ocurrido, para distraerme aquellas
noches que me veían con aspecto más tristón, regalarme un linterna mágica; y
mientras llegaba la hora de cenar, la instalábamos en la lámpara de mi cuarto;
y la linterna, al modo de los primitivos arquitectos y maestros vidrieros de la
época gótica, substituida la opacidad de las paredes por irisaciones
impalpables, por sobrenaturales apariciones multicolores, donde se dibujaban
las leyendas como en un vitral fugaz y tembloroso. Pero con eso mi tristeza se
acrecía más aún porque bastaba con el cambio de iluminación para destruir la
costumbre que yo ya tenía de mi cuarto, y gracias a la cual me era soportable
la habitación, excepto en el momento de acostarme. A la luz de la linterna no
reconocía mi alcoba, y me sentía desosegado, como en un cuarto de fonda o de
«chalet» donde me hubiera alojado por vez primera al bajar del tren.
Al paso
sofrenado de su caballo, Golo, dominado por un atroz designio, salía del
bosquecillo triangular que aterciopelaba con su sombrío verdor la falda de una
colina e iba adelantándose a saltitos hacia el castillo de Genoveva de
Brabante. La silueta de este castillo se cortaba en una línea curva, que no era
otra cosa que el borde de uno de los óvalos de vidrio insertados en el marco de
madera que se introducía en la ranura de la linterna. No era, pues, más que un
lienzo de castillo que tenía delante una landa, donde Genoveva se entregaba a
sus ensueños; llevaba Genoveva un ceñidor celeste.
El castillo
y la landa eran amarillos, y yo no necesitaba esperar a verlos para saber de qué
color eran porque antes de que me lo mostraran los cristales de la linterna ya
me lo había anunciado con toda evidencia la áureo-rojiza sonoridad del nombre
de Brabante. Golo se paraba un momento para escuchar contristado el discurso
que mi tía leía en alta voz y que Golo daba muestras de comprender muy bien,
pues iba ajustando su actitud a las indicaciones del texto, con docilidad no
exenta de cierta majestad; y luego se marchaba al mismo paso sofrenado con que
llegó. Si movíamos la linterna, yo veía al caballo de Golo, que seguía,
avanzando por las cortinas del balcón, se abarquillaba al llegar a las arrugas
de la tela y descendía en las aberturas. También el cuerpo de Golo era de una
esencia tan sobrenatural como su montura, y se conformaba a todo obstáculo
material, a cualquier objeto que se le opusiera en su camino, tomándola como
osamenta, e internándola dentro de su propia forma, aunque fuera el botón de la
puerta, al que se adaptaba en seguida para quedar luego flotando en él su roja
vestidura, o su rostro pálido, tan noble y melancólico siempre, y que no dejaba
traslucir ninguna inquietud motivada por aquella transverberación.
Claro es
que yo encontraba cierto encanto en estas brillantes proyecciones que parecían
emanar de un pasado merovingio y paseaban por mi alrededor tan arcaicos
reflejos de historia. Pero, sin embargo, es indecible el malestar que me
causaba aquella intrusión de belleza y misterio en un cuarto que yo había
acabado por llenar con mi personalidad, de tal modo, que no le concedía más
atención que a mi propia persona. Cesaba la influencia anestésica de la
costumbre, y me ponía a pensar y asentir, cosas ambas muy tristes. Aquel botón
de la puerta de mi cuarto, que para mí se diferenciaba de todos los botones de
puertas del mundo en que abría solo, sin que yo tuviese que darle vuelta, tan
inconsciente había llegado a serme su manejo, le veía ahora sirviendo de cuerpo
astral a Golo. Y en cuanto oía la campanada que llamaba a la cena me apresuraba
a correr al comedor, donde la gran lámpara colgante, que no sabía de Golo ni de
Barba Azul, y que tanto sabía de mis padres y de los platos de vaca rehogada,
daba su luz de todas las noches; y caía en brazos de mamá, a la que me hacían
mirar con más cariño los infortunios acaecidos a Genoveva, lo mismo que los crímenes
de Golo me movían a escudriñar mi conciencia con mayores escrúpulos.
Por el camino de Swann (1913). Marcel Proust. Valdemar.