Interior de la Ópera Garnier de París, inaugurada en 1875, dos décadas después de la edición de Madame Bovary. |
París, más inmenso que el mismo océano, espejeaba así a los
ojos de Enma sumido en una atmósfera rojiza. La abundancia de vida que bullía
en aquel tumulto estaba, sin embargo, dividida en parcelas y clasificada en
escenas distintas. Emma no veía más que dos o tres de aquellos cuadros, que le
ocultaban todos los demás y que para ella significaban por sí solos una
representación de la humanidad entera. El mundo de los embajadores discurría
sobre pavimentos lustrosos, en estancias tapizadas de espejos y alrededor de
mesas ovaladas con tapetes de terciopelo orlado de oro. Se podían encontrar
allí vestidos de cola, enormes misterios, angustias disfrazadas de sonrisa.
Luego estaba la sociedad de los duques: allí la gente estaba pálida, se
levantaba a las cuatro, las mujeres -¡pobrecitas!- llevaban enaguas rematadas
por blonda inglesa y los hombres, con una capacidad insospechada y en
apariencia fútil, reventaban sus caballos en excursiones de placer, se iban a
veranear a Baden Baden y frisando los cuarenta acababan casándose con ricas
herederas. En los reservados de los restaurantes donde se acostumbra a cenar
pasada la medianoche, una muchedumbre abigarrada de actrices y de gente de
letras se reía a la luz de los candelabros. Ellos, los escritores, eran
pródigos como reyes y estaban llenos de ideales ambiciosos y de fantásticos
delirios. Era una existencia por encima de lo corriente, entre el cielo y la
tierra, metida en las tormentas, algo sublime. En cuanto al resto de la gente,
andaba perdida, sin haber encontrado un lugar preciso, como si no existiera.
Por otra
parte, cuanto más cerca de sí tenía las cosas, más apartaba de ellas su
pensamiento. Todo cuanto la rodeaba de forma inmediata, el campo tedioso, los
pequeños burgueses estúpidos, la mediocridad, en fin, de la vida, lo tomaba
como una excepción dentro del mundo, como una peculiar casualidad que a ella la
tenía aprisionada, mientras que por fuera de eso, más allá, el inmenso reino de
los goces y las pasiones se extendía hasta perderse de vista. En su deseo,
confundía la sensualidad del lujo con los júbilos del corazón, la elegancia de
las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿No precisaba el amor,
igual que las plantas indias, de un terreno idóneo y de una temperatura
especial? Los suspiros al claro de luna, los prolongados abrazos, las lágrimas
que se derraman sobre una mano dejada caer, todas las fiebres de la carne y los
abandonos de la ternura no podían, pues, ir separados de las balconadas de los
grandes castillos donde florece el ocio, de un gabinete con cortinillas de
gasa, gruesa alfombra y maceteros llenos de plantas, de una cama colocada sobre
un estrado ni del centelleo de las piedras preciosas o de los galones de una
librea.
Págs. 56 y 57. Madame Bovary (1856).Gustave Flaubert. EL
MUNDO, Biblioteca Millenium.