¿En qué mundo vivo? Y se le ocurrió la extravagante idea de que él, quizá, no vivía, sino que era como si ya estuviese muerto. Desde que había muerto su mujer, él vivía como si estuviese muerto. O, más bien, no hacía nada más que pensar en la muerte, en la resurrección de la carne, en la que no creía, y en tonterías de esa clase, la suya era sólo un supervivencia, una ficción de vida. Y se sintió exhausto, sostiene Pereira. Consiguió arrastrarse hasta la parada más cercana del tranvía y cogió uno que le llevó hasta Terreiro do Paço. Y mientras tanto, por la ventanilla, veía desfilar lentamente su Lisboa, miraba la Avenida da Liberdade, con sus hermosos edificios, y después la Praça do Rossio, de estilo inglés; y en Terreiro do Paço se bajó y tomó el tranvía que subía hasta el castillo. Bajó a la altura de la catedral, porque el vivía allí cerca, en Rua da Saudade. Subió fatigosamente la rampa de la calle que le conducía hasta su casa. Llamó a la portera porque no tenía ganas de buscar las llaves del portal y la portera, que le hacía también de asistenta, fue a abrirle. Señor Pereira, dijo la portera, le he preparado una chuleta frita para cenar. Pereira le dio las gracias y subió lentamente la escalera, cogió la llave de casa de debajo del felpudo, donde la guardaba siempre, y entró. En el recibidor se detuvo delante de la estantería, donde estaba el retrato de su esposa. Aquella fotografía se la había hecho él, en mil novecientos veintisiete, había sido durante un viaje a Madrid y al fondo se veía el perfil macizo de El Escorial. Perdona si llego con un poco de retraso, dijo Pereira.
Sostiene
Pereira que desde hacía tiempo había cogido la costumbre de hablar con el
retrato de su esposa. Le contaba lo que había hecho durante el día, le confiaba
sus pensamientos, le pedía consejos. No sé en qué mundo vivo, dijo Pereira al
retrato, me lo ha dicho incluso el padre António, el problema es que no hago
otra cosa que pensar en la muerte, me parece que todo el mundo está muerto o a
punto de morirse. Y después Pereira pensó en el hijo que no habían tenido. Él
sí lo hubiera querido, pero no podía pedírselo a aquella mujer frágil y
enfermiza que pasaba las noches insomne y largos periodos en sanatorios. Y lo
lamentó. Porque si hubiera tenido un hijo, un hijo mayor con el que sentarse
ahora a la mesa y hablar, no habría necesitado hablar con aquel retrato que se
remontaba a un viaje lejano del que ya casi no se acordaba. Y dijo: en fin, qué
le vamos a hacer, que era su manera de despedirse del retrato de su esposa.
Después entró en la cocina, se sentó a la mesa y retiró la tapadera que cubría
la sartén con la chuleta frita. La chuleta estaba fría, pero no tenía ganas de
calentarla. Se la comía siempre así, como se la había dejado la portera: fría.
Comió rápidamente, entró en el baño, se lavó las axilas, se cambió de camisa,
se puso una corbata negra y se echó un poco de perfume español que había
quedado en un frasco comprado en mil novecientos veintisiete en Madrid. Después
se puso una chaqueta gris y salió para ir a la Praça da Alegria, porque eran ya
las nueve de la noche, sostiene Pereira.
Págs. 14-16. Sostiene Pereira. Antonio Tabucchi. Anagrama