Snow route, Williamsburg (2014). Luis Pérez |
Al conducir por el laberinto de calles oscuras y sucias del sur de la ciudad, Macon se preguntó cómo podía Muriel sentirse segura viviendo en esos barrios. Había demasiados callejones lóbregos, huecos de escalera llenos de basura y portales cubiertos de jirones de carteles. Los comercios, cerrados con rejas, ofrecían unos servicios sospechosos en rótulos ineptamente escritos: PAGAMOS CHEQUES SIN HACER PREGUNTAS. IMPUESTO SOBRE LA RENTA DE TINY BUBBA. PINTAMOS COCHES EN EL DÍA. aun a esa hora avanzada de una fría noche de noviembre, había grupos de personas acechando en las sombras: hombres jóvenes que bebían de botellas envueltas en papel marrón, mujeres de mediana edad discutiendo bajo la marquesina de un cine que rezaba CERRADO.
Entró en la
calle Singleton y vio una hilera de casas iguales que daban la impresión de
haber sido construidas escatimando material. Los tejados eran planos, las
ventanas estaban a ras de pared y carecían de profundidad. No sobraba nada, no
había quedado material para aleros o para molduras decorativas, no había
generosidad. La mayoría de las casas estaba recubierta de un conglomerado que
imitaba la piedra, pero los ladrillos del número 16 habían sido pintados de un
marrón tono caucho. Sobre los escalones de la entrada brillaba débilmente una
bombilla naranja a prueba de insectos [...] (Págs. 260-261)
Empezaba a
sentirse un poco más a gusto en ese lugar. La calle Singleton todavía le ponía
nervioso con su pobreza y fealdad, pero ya no la encontraba tan peligrosa. Vio
que los matones que merodeaban frente a la tienda de comida para llevar eran
chicos lastimosamente jóvenes y de aspecto desharrapado, labios agrietados,
escasa barba ineptamente afeitada y un aitre indenciso al alrededor de los
ojos. Comprobó que, una vez que los hombres se iban a trabajar, las mujeres
aparecían solícitamente y barrían su trozo de acera, recogían latas de cerveza
y bolsas de patatas, incluso se arremangaban para fregar las escalinatas de la
entrada en los días más fríos del año. Pasaban niños correteando, como otros
tantos papeles barridos por el viento -los mitones desparejos, las narieces
moqueando-, y alguna mujer se apoyaba en la escoba y llamaba: «¡Tú! ¿Que te
veo! ¡No creas que no sé que no has ido al colegio!» Macon vio que esa calle
siempre volvía a las andadas, siempre quedándose rezagada, resbalando hacia
atrás, pero que esas mujeres la atrapaban justo a tiempo con sus voces
penetrantes y sus recias mandíbulas.
Pág. 306. El turista accidental (1985). Anne Tyler. Punto de
Lectura