Desde el puente de Williamsburg (1928). Edward Hopper. |
Siempre me siento atraído por los lugares en donde he
vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja
piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años
de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una sola habitación
atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese
especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en día
caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco
mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados de ruinas romanas
que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana daba a la
escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una
tremenda alegría cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este
apartamento; por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de
nadie más, y la primera, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por
afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el
escritor que quería ser.
Pág. 9. Desayuno en Tiffany's (1958). Truman Capote.
Anagrama